Escribiendo una novela on-line

Bienvenidos a la cocina de una novela. Dia a dia, encontraran publicado el refinamiento del material original de mi novela "Santana". Que lo disfruten.

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Location: Las Palmas de Gran Canaria, Las Palmas, Spain

Supongo que me parezco a lo que imaginan de mi mis lectores.

Saturday, April 02, 2005

Capitulo IV

Ring. El timbre sonó, pero el colectivero prefirió cruzar el semáforo de Corrientes y San Luis, que del amarillo viraba al rojo.

- Reputa madre, me pasé dos cuadras. -Masculló Ana al descender del colectivo vacío.

Retrocedió por San Luis hasta Roca y bajó por Roca hasta el boliche en cuestión.

Cuando llegó al bar, quince minutos más tarde de la hora prefijada, vió que Jorge ya fumaba su aburrimiento frente a un pocillo de cafe. Antes de entrar se controló rápidamente en el reflejo de la vidriera. Sonrió. Estaba mas tetona que nunca.

Como se sabe, Jorge pensaba terminar rápidamente con el asunto. A tal efecto había ensayado algunas caras, gestos despectivos y un breve discurso que le permitirían cerrar drásticamente aquel capítulo de su poco envidiable biografía. En sus perversos cálculos había llegado al extremo de planificar una airada retirada que le permitiría irse sin abonar el sandwich, el whisky y el café que adeudaba hasta el momento. Pero empezó mal. Desde que Ana entró al bar y hasta que, beso de por medio, se sentó frente a él, no logró apartar la vista ni un solo instante del fabuloso par de glándulas mamarias que ahora reposaba sobre la mesa. Y así fué que, contra todo cálculo previo, decidió fulminantemente que aplazaría la despedida el exacto tiempo que tardara en eyacularla por (esta vez sí) última vez.

Ana lo miraba expectante, como conminándolo a hablar. Y mirándolo a los ojos se contemplaba indirectamente sus propias gomas.

Luego de intercambiar algunas frases intrascendentes, Jorge interrumpió la voz de Ana llamando al mozo para susurrarle, con la mirada vidriosa la voz engolada y una sonrisa perversa, que en vez de un café ahí mejor se tomara una "leche caliente" en el telo. Ana sintiéndose vencedora del primer round, sonrió pasándose la lengua por el labio inferior. Gesto qué, combinado con la visión de sus descomunales gomas, colocaba al joven obrero en un estado de calentura febril.

Con un gesto rápido Jorge llamó al mozo y abonó la cuenta con la guita justa. Ni un peso de más. El mozo viendo que no venía propina dijo "gracias" secamente y pensó con furor "¡amarrete hijo de mil putas!". Se pusieron de pie y puerta de por medio salieron rumbo al telo.

El telo en cuestión era una cueva de vampiros que quedaba sobre San Lorenzo, entre Corrientes y Entre Ríos. Y donde, en sus altillos lindantes con el paraíso, solían echarse los polvos más desaforados, con la alegría de saber que ocupaban la pieza más barata del universo.

Mientras caminaban rumbo al telo, Jorge, para auyentar posibles e inoportunas preguntas relativas a la conversación pendiente, decidió ocupar el silencio en el pedido de precisiones relativas a la agonía y posterior fallecimiento de la mujer que nombraba, labios afuera, como "la abuelita" y, labios adentro, como "la vieja puta". Ansioso por mantenerla mentalmente ocupada le formulaba descolocadas preguntas del tipo:

- ¿Estaba muy perdida?

- ¿Fue larga la agonía?

- ¿Sufrió mucho?

- ¿Gritaba?

- ¿Fue desgarrador el fallecimiento?

Ana las contestaba con un brillo creciente en los ojos. Al percatarse de esto, Jorge decidió (por miedo a quitarle furia sexual) cambiar de tema. Así es que, en tren de decir algo que durara cuatro cuadras, se mandó un sentido monólogo relativo a un compañero de trabajo que días atrás había sufrido una amputación de pene en uno de los balancínes de la fábrica.

Sucedía que el amputado solía alardear del tamaño de su miembro frente a sus compañeros. A tal efecto se concentraba hasta erectarlo y una vez erguido lo utilizaba para acomodar las piezas bajo el balancín (confiando siempre en el sistema de seguridad, que detenía la guillotina si algo se interponía fuera de la pieza). Los peritos en seguridad industrial de la compañía aseguradora, que revisaron el balancín, no lograron determinar porqué aquella mañana falló el sistema. Lo cierto es que, ante lo inusual del accidente y obligados a ponerle un precio, se decidió de común acuerdo entre las partes homologarlo en valor a cualquier otro miembro de las mismas dimensiones. Y este fue el motivo de las interminables discusiones entre la aseguradora y el sindicato. Dado que la aseguradora insistía en pagarlo por el tamaño correspondiente al estado de flaccidez, con lo cual cotizaría el equivalente de dos dedos. Mientras que el perjudicado, ya con voz aflautada, solicitaba el equivalente al estado de erección y en consecuencia su homologación en valor con un antebrazo. Su razonamiento, no carente de fundamento, se basaba en que en ese estado estaba al momento de sufrir la horrible amputación. Por su parte la aseguradora le objetó el hecho de que nadie podía haberle mandado meter el pene en el balancín. A lo que el castrado respondió aduciendo que, con la cantidad de piezas que le exigían por minuto, no le bastaba operar con las dos manos. Con lo cual la patronal, hasta entonces desinteresada, comenzó a tomar cartas en el asunto. Como la cosa no se solucionaba por arreglo, los delegados amenazaron con ir a juicio y en vistas de eso el jefe de personal aprovechando una asamblea improvisada hurtó el pene siniestrado. Ya, sin el miembro de por medio, para probar lo contrario, la empresa confió en sacarla barata alegando que el amputado en realidad poseía un ñoqui como cualquier hijo de vecino. El perjudicado trató de conseguir testigos. Pero ninguno de sus compañeros se animó a presentarse ante el juez y prestar testimonio por miedo a que se cuestionase su virilidad. La patronal entonces, arteramente, coimeó a una de las administrativas, (que habia sido penetrada hasta por el portero, pero no por el siniestrado) para que atestiguara en falso, alegando una fellatio que nunca ocurrió. "Fue como chuparle el capuchón a una virome, señor juez", exageró la perjura. Y así fué que, fallo mediante, se le terminó pagando el equivalente a un miserable dedo meñique.

Debatiendo lo injusto del fallo y lo artero del accionar patronal se encontraron traspasando la sórdida puerta del hotel donde Jorge alquiló en $500 (una bicoca en moneda de la época) una llave encadenada a un chapón de medio kilo de peso, al pelado de siempre, que como siempre le guiñó un ojo y al que respondió como siempre haciéndole los cuernos a espaldas de Ana, para escuchar (solapada con el rechinar de los escalones de madera) la carcajada de siempre, mientras contemplaba, mirando hacia arriba, los espirales interminables de las escaleras, que se ensortijaban hacia las alturas, como una representación surrealista del infinito.

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