Escribiendo una novela on-line

Bienvenidos a la cocina de una novela. Dia a dia, encontraran publicado el refinamiento del material original de mi novela "Santana". Que lo disfruten.

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Location: Las Palmas de Gran Canaria, Las Palmas, Spain

Supongo que me parezco a lo que imaginan de mi mis lectores.

Thursday, April 07, 2005

Capitulo X

Ana dedicó toda la tarde a prepararse para la noche. Apenas terminado el almuerzo se lavó el pelo y se puso unos ruleros grandes de plástico celeste que, suponía, le generarían una cabellera ondulada y fatal, tipo Rita Hayworth.

Luego había controlado y planchado concienzudamente su vestido de fiesta, largo y exageradamente escotado. Y una vez conforme, se había puesto a lustrar obsesivamente sus zapatos de charol con taquitos de aguja, especialmente espigados en acero para soportarla.

Terminados los detalles de vestimenta prosiguió con su cuerpo. Sometiéndolo a un reparador baño de inmersión, con unas sales que había recibido como regalo en alguna Navidad lejana y que siempre había reservado para mejor ocasión.

El baño, por supuesto, no fue de lo más cómodo, dado que no cabía entera en la bañera y para sumergir las tetas debía reflotar el culo y viceversa. Pero lo principal, que era el perfumado jazmín en la piel, lo consiguió.

Recién salida del baño, se secó con dos toallones, se calzó la bombacha negra-calada y llamó a los gritos a sus padres para que la ayudaran con el corpiño. Luego, ya sobre las seis y media de la tarde, se quitó los ruleros, se peinó hasta el cansancio y se vistió ansiosamente frente al espejo.

Luego de vestirse y controlar por enésima vez que todo estaba en orden, se dedicó a perfumarse las gomas. Invirtiendo para ello, mas de la mitad de un dudoso frasco de Channel Nro. 3, traído de contrabando desde el Paraguay por el pervertido radiólogo del hospital.

El fotógrafo de huesos (un obseso con quién, de vez en cuando, desataba algún rápido polvo sobre la sólida mesa de rayos X) se lo había regalado a cambio de una radiografía de tetas que el profesional le había sacado y tenía enmarcada y colgada en su sala de rayos (para solaz de sus colegas que pegaban, invariablemente, un chiflido de admiración al contemplarlas).

Ya vestida y frente al espejo, Ana sonreía frente a su imagen sonriente. Contemplando extasiada su belleza, disfrutando esa ceguera piadosa con que la naturaleza nos capacita a veces para autoengañarnos.

Estuvo un buen rato todavía frente al espejo. Porque en la convicción intuitiva de que esa noche sería “su gran noche”, se dedicó a ensayar rigurosamente caras y poses. Desde expresiones lánguidas de enamorada hasta mohines seductores de nena caprichosa. Practicó toda su batería de recursos expresivos y alrededor de las siete menos diez, harta ya de estar lista, decidió ir yendo lentamente para la iglesia.

Tomó su carterita de plástico y buscó en su mesa de luz, sensatamente, un pañuelo de seda para ocultar el tetaje durante la ceremonia.

Eufórica por su belleza y su buen augurio, llegó al extremo de ir a saludar a sus padres, seres con quienes naturalmente se llevaba a las patadas y que de no ser porque la ignoraban olímpicamente habrían quedado bizcos de la sorpresa. Dió un beso a su padre, que miraba el partido, otro a su madre que le cebaba mate y salió a tomarse la M; un bondi que por aquel entonces era eléctrico y que la depositaría media hora después en la esquina de la iglesia.


Como todavía era temprano, Ana, decidió hacer tiempo yendo a buscar un quiosco para comprar caramelos, chicles y cigarrillos para la noche.

Los compró a tres cuadras de la iglesia. Ahí mismo se peló un caramelo masticable, encendió un faso y emprendió morosamente el regreso hacia el casorio.

En la puerta del templo recién habían unos pocos parientes de los novios con sus respectivas crías de pendejos. La gran mayoría de los párvulos intentaba ruidosamente escalar las rejas de la iglesia.

Molesta por no poder disimular su soledad entre tan poca gente, Ana decidió entrar al templo. De paso buscaría una buena locación para no perder detalle de la ceremonia.

Al pasar, mojó sus dedos en la pila de agua bendita. No tanto por fervor religioso, como por quitarse cierta pegajosidad producida por el caramelo. Ya adentro, hizo una breve y desprolija señal de la cruz y fué a sentarse en la primera fila del (todavía) desolado templo.

Poco a poco, fue llegando la gente con su correspondiente bullicio. Mientras comía caramelos sin parar, Ana veía llenarse la iglesia con parientes y amigos de María. Muchos eran compañeros de trabajo, vendedores de todo. Gentes que, en aquellas épocas de malaria, formaban una pléyade en continuo crecimiento.

Al ver al monaguillo acomodando el altar, Ana recordó el pañuelo. Lo sacó y lo desplegó sobre el escote, prácticamente embutiéndolo entre las tetas para sujetarlo.

Los bocinazos anunciaron la llegada del Gordini que traía a la novia. Y de dónde, con indisimulable dificultad, emergió María ante las sonrisas maliciosas de quienes la esperaban en la vereda.

Casi simultáneamente con los bocinazos, Ana vió entrar a Manuel y a su madre, que se ubicaron junto al altar para esperar a la novia. Manuel no la vió a ella dado que había entrado distraído y se había colocado de espaldas a esa hilera de reclinatorios.

Sonaron entonces los primeros acordes de la marcha nupcial y por detrás de las exageradas puertas, apareció la colosal figura de María.

Vestida de (mentiroso) tul blanco y con la cara tapada con un ridículo velo de la misma tela, parecía escapada de las pesadillas nocturnas de algún sultán de las Mil y una Noches.

Del brazo de ella y haciéndola inclinar levemente, por la diferencia de altura, venía el enjuto padre de María. Chiquitito como era y con su trajecito negro, parecía más a punto de tomar la primera comunión que de entregar a su hija en casamiento.

Lentamente y distribuyendo sonrisas triunfadoras avanzaba el dúo entre los reclinatorios.

Cuando la tuvo frente a si, Ana no pudo contener alguna lagrimita emocionada. Pero no lloraba tanto por la felicidad de su amiga, como por emocionarse al imaginar su propia boda.

Cuando María llegó al altar y fue recibida por el novio, cesó de inmediato la música y comenzó la voz extrañamente gruesa y áspera de un cura joven, de rostro aniñado, que hasta ese momento había pasado desapercibido por todos, merced a su aspecto de monaguillo.

Con su inaudita voz de cantor de tangos, el cura comenzó a departir sobre dos temas previsibles; el amor y la institución del matrimonio. Con escasa originalidad anunció la lectura del génesis de la Biblia. Más precisamente la parte esa de la costilla y del barro. Y antes de comenzar la lectura de las sagradas escrituras solicitó, previsiblemente, que todo el mundo se hincara de rodillas.

Ana lo hizo con un movimiento mecánico. Sin darse cuenta que él pañuelo se le desprendía en el preciso momento de caer de rodillas frente al altar. Sus pesadas tetas hicieron rechinar el reclinatorio, cuando las apoyó para orar devotamente.

El cura leyó pausadamente el versículo elegido ante el silencio sepulcral de los asistentes. Y luego de terminada la lectura la depositó ceremoniosamente sobre el altar. Pero apenas levantó la vista de la santa mesa, sus ojos se encontraron súbitamente con las pecaminosas tetas de Ana y sintió entonces el llamado de Satanás.

Fue por eso que cuando ya todos pensaban que el sermón había concluido, manoteó al tanteo la Biblia y como buscando fuerzas para luchar contra el mal, comenzó a leer a toda máquina:

- "... pero entonces Eva señaló el árbol del bien y del mal y..." (debería haber continuado diciendo que Eva extrajo la manzana de la tentación, pero lo que veía su mente pudo más que lo que leían sus ojos. Y así fue que dijo):

- "... y extrajo de entre sus ramas un tremendo limonazo que le ofreció a Adán para que este chupara y remamara..."

Con un esfuerzo sobrehumano el cura había logrado que sus ojos leyeran las sagradas escrituras (en vez de permitirles solazarse con las tetas de Ana), pero de nada había servido; la tentación carnal había triunfado. En las primeras filas de reclinatorios un murmullo inquieto trataba de verificar si habían oído lo que habían oído.

Era ésta su primera tentación y el hecho de hubiera ocurrido dentro de la propia casa de Dios, llevó al cura a pensar que bajarían ángeles del cielo y le clavarían un rayo en el culo. O que destruirían todo, como en Sodoma y Gomorra. Y así tal vez haya sido el poder paranormal de su mente culposa lo que ocasionó todo.

La cuestión es que comprendió que debía apurar la ceremonia en el preciso instante en que cayeron los primeros pedazos de revoque. El yeso pintado se desprendió de la bóveda produciendo en su caída detrás del altar, un eco infinito que se solapó con un murmullo inquieto que recorrió la sala como una marea. El cura, pálido y tembloroso, comenzó entonces a toda prisa con la fórmula de esponsales.

Otro enorme pedazo de yeso se desmoronó entonces a un costado del altar, en medio de un "ohhhhh" multitudinario. Pero el cura no se detuvo en eso ni en las miradas aleladas de novios, testigos y público; que ya en lugar de seguir sus palabras controlaban espantados el altísimo e inseguro cielo raso.

- ¡Manuel! -reclamó apurado el cura- ¿acéptas por esposa a María para amarla y respetarla...

Levantó la vista hacia el novio, pero desvió un instante hacia las tetas y luego volvió al novio y continuó diciendo:

- ... chuparla y mamarla, besarla y lenguetearla, tanto en la prosperidad como en la adversidad por el resto de tu vida?

Si no hubiera sido porque todos estaban pendientes de los vaivenes de la mampostería y rumoreando desesperadamente sus temores de morir sepultados por el yeso bendito, los resultados de la fórmula del cura habrían sido el acabóse. Pero en las condiciones inseguras en que se desenvolvía la ceremonia, solo la escucharon los cuatro que estaban enfrente de él y solo algunos pocos de las primeras filas. En las filas el murmullo que crecía lo hacía entre miradas al techo fugaces y aterradas.

En vistas de que Manuel tardaba demasiado en contestar, el cura intranquilo lo espetó:

- ¡Apúrate hijo!

-¡Si padre!¡Acepto! -gritó Manuel absorto en la contemplación de un desprendimiento del pedazo de techo en el que estaban pintadas la imagen de Moisés y (algo más arriba) de una matrona medieval de sonrisa giocondesca.

Moisés caía con la tabla de los diez mandamientos en la mano derecha y el dedo índice de su mano izquierda levantado señalando el cielo. Mientras que la imagen de la matrona caía como de espaldas. Curiosa y casualmente el dedo índice de Moisés pareció, apuntar primero y clavarse después entre las generosas nalgas de la madonna. Finalmente y en medio de una nube de polvo blanco, estallaron ambos estruendosamente a un costado de la nave, sobresaltando al cura que a toda marcha repetía ahora la fórmula con María.

Más por temor de terminar sepultada que por emoción, la novia dio un quebrado "sssiii" en el preciso momento en que dos ángeles se desprendían de la cúpula para caer, arrastrando en su caída un cuadro de los reyes magos que terminó por estrellarse, ángeles y cuadro, sobre un confesionario de madera oscura.

Ya el rumor en la sala era abrumador y muchos iban ganando la calle en medio de empujones desesperados. Cuando el cura concluyó con la típica frase, "los declaro marido y mujer", la estatua en mármol de un santo, que estaba sobre un ángulo del atrio se desplomó pesadamente, aplastando ruidosamente el mueble dorado que contenía el cáliz. El estruendo fue tal que se produjo la estampida total de los asistentes, que en avalancha huyeron hacia la salida.

Como un río desbordado corrían arrastrando a su paso bancos, confesionarios, pilas de agua bendita e incensarios.

Los novios y los testigos escaparon también a toda prisa por la misma puerta lateral por donde habían accedido Manuel y su madre. Gracias a su tamaño, Ana logró abrirse paso a empujones hasta la salida.

Ya en la puerta del templo escuchó un ensordecedor crujido y volvió espantada la vista hacia el altar.

- ¡Señor, has de mi lo que quieras!¡pero a esas dos maravillas no las hice yo! -Gritó el cura sobre el estruendo imperante y de frente a la descomunal cruz que, ya desclavada de la

pared, caía pesadamente sobre el altar.

Ana dió vuelta la cara instintivamente para no ver cuando la cruz lo aplastara, pero el cura en otro rapto de pragmática humanidad, se levantó las faldas de la sotana y escapó corriendo. Un instante después la cruz partía en dos el grueso mármol del altar.

Recién cuando ya no hubo nadie en templo, acabaron los derrumbes.

En la calle, los comentarios espantados no tenían fin.

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