Escribiendo una novela on-line

Bienvenidos a la cocina de una novela. Dia a dia, encontraran publicado el refinamiento del material original de mi novela "Santana". Que lo disfruten.

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Location: Las Palmas de Gran Canaria, Las Palmas, Spain

Supongo que me parezco a lo que imaginan de mi mis lectores.

Thursday, April 07, 2005

Capitulo XI

La noche de la fiesta, apenas entrada al salón del ágape, Ana supo ya sin sombra de duda que aquella sería "su noche". Y realmente todo se prestaba para pensarlo; se sentía espléndida, su vestido aumentaba virtudes y disminuía defectos, al otro extremo de un piolín la esperaba el anillo que terminaría con su soltería y para redondear los presagios; desde los altoparlantes afónicos del club surgía, potente y velada, la voz de su obesa idolatrada: María Marta.

"¿Qué es lo que tiene él?" se preguntaba absurdamente la rellena calandria, acompañada por las guitarritas zumbonas del milenario trío Los Panchos.

La fiesta se realizaba en el Boching Club. El "Clú" como le decían en el policialmente famoso Barrio Sarmiento.

Las instalaciones de la institución incluían un buffet cuadrado de diez por diez con mostrador y heladera de madera al fondo. Un patio descubierto y dos canchas de bochas reglamentarias que justificaban el nombre del club y a las que se accedía por un pasillo que desembocaba en la calle trasera y que, más de una vez, había sido utilizado por la aristocracia del barrio para escapar de la visita molesta de la policía.

El salón donde se realizaba la velada no era otra cosa que el buffet del club con la configuración cambiada: le habían sacado las mesitas redondas de escolasear y habían armado, con tablones y caballetes, tres mesas largas en forma de letra cé.

Cuando Ana llegó, (en el taxi que había tomado dos cuadras antes, al bajar del colectivo) vió en la puerta del club a María dando la bienvenida a un par de viejas chotas. Le pagó al

taxista que la miró como diciendo "¿de qué la vas, rata?", y fue eufórica a su encuentro con los brazos estirados como una sonámbula.

Con sobreactuada alegría, las dos amigas se estrecharon en un escandaloso abrazo, destinado a llamar la atención.

- ¡Felicidades!...chuic...

- ¡Gracias!...smac...

Tomadas de los hombros y sonriendo intercambiaron chistes sobre lo ocurrido en la iglesia. Y luego María se entusiasmó chusmeando sobre los solteros amigos de Manuel que ya llevaban buen rato ubicados en su mesa y dándole al escabio con su flamante marido.

Con una mirada de águila eligiendo presa Ana recorrió la parte que, desde su posición, tenia visible de la mesa: el grupo de solteros charlaba animadamente sin enterarse todavía que a escasos metros de ellos, se encontraban las dos mejores tetas del universo.

Mientras los miraba, Ana recordó y le hizo recordar a María el asunto de las cintas. María se golpeó la frente exclamando:

- ¡Cierto, me olvidaba!, me dijo mi suegra que la que tiene la sortija está partida en la punta.

Ana sonrió complacida y asintió sin dejar de examinar al grupo de donde quizás emergiera su futuro esposo.

- Ché, ¿puedo sentarme donde yo quiera? -preguntó como al descuido.

- ¡No, eso sí que no! -exclamó tajante María.

Ana apartó la vista de los solteros para mirarla confundida y expectante.

- ¡Te exijo que te sientes en la mesa principal! -exclamó María levantando un dedo. Con esa ridícula intransigencia de quién obliga al otro a hacer precisamente lo que el otro quiere.

- ¡Ah, por supuesto, mi amor! -consintió Ana. Calculando de antemano que desde la posición de privilegio que tendría, sus tetas serían el centro geométrico de todas las miradas masculinas.

En realidad, la exigencia de María para que Ana integre la mesa principal, no era motivada ni por la amistad, ni por la ingenuidad. Se trataba simplemente de dificultarle a su esposo la contemplación extasiada de las tetas de su amiga, ubicándolos a los dos del mismo lado de la mesa y a tres personas de distancia.

Charlaban todavía sobre los solteros, cuando el mismo taxi de antes se detuvo nuevamente en la puerta del club.

Mientras María se agachaba para ver a quién traía el vehículo, Ana volvió intranquila la vista a la mesa de los candidatos. Estaba un poco desilusionada porque los que veía no eran gran cosa. Pero no perdía la esperanza porque, como ya dijimos, desde su posición no podía verlos a todos.

Entretanto, desde adentro del auto, la cotorra que venía saludó con la mano y María le contestó con el mismo gesto. Luego se incorporó y le dijo a Ana:

- Tu lugar está reservado, buscá en la mesa principal la tarjeta con tu nombre. Andá. Después la seguimos, ¡tenemos tanto de que hablar! -exclamó levantando los brazos y besándola aparatosamente en las dos mejillas.

"¿Qué es lo que tiene él?, se volvió a escuchar y Ana, inspirada por la voz acariciante de María Marta, puso una mirada lánguida en el infinito y caminó buscando su lugar.


Encontró su silla enseguida, merced a un papelito engrasado con su nombre escrito en caligrafía de primer grado. Le tocó en el extremo izquierdo de la mesa, entre unos ventanales roñosos que daban a un patio y el enjuto padre de María.

Recién sentada en su sitio comprobó que estaría totalmente fuera del campo visual de Manuel. Pero pensó que como contrapartida, su ubicación sería una inmejorable vidriera para hacer histeria con los solteros. Los cuales, dicho sea de paso, apenas la detectaron comenzaron a codearse. Desnudándola con la mirada y emitiendo murmullos asombrados.


Pocos minutos después de que hubieran ingresado los últimos invitados, los novios se ubicaron en su sitio y comenzó la cena. Que para la ocasión, exhibía lo mejor del repertorio de recetas que magistralmente dominaba la madre de María.

Mientras los platos iban llegando, Ana se dedicó con ahínco a la placentera tarea de elegir un macho de entre los solteros. Con disimulo los estudiaba, mientras delicadamente, arrasaba con su plato y, por invitación de éste, con el del enjuto padre de María. Quién durante toda la cena se fatigó los nervios ópticos, relojeando de costado esas dos tetas donde podría haberse ocultado para siempre de su malvada esposa.

Eran en total unos setenta invitados. Demás está decir que comieron y chuparon a rajatabla. Muchos insolventes incluso buscaban la indigestión por exceso para así recuperar hambres atrasadas y de paso zafar por náusea de comer al día siguiente. Pero ciertamente, aún sin estos miserables objetivos, la excelencia de la comida invitaba al atracón.

Como ya se dijo, los platos habían sido preparados íntegramente por la madre de María. Una gorda menopáusica, de cuya maldad ya dimos referencia y que justificaba su existencia únicamente por sus dotes creativas para el arte culinario.

Secundada por su enjuto marido, que se encargaba de tareas como pelar papas, batir huevos y lavar platos, la gorda creaba platos exquisitos con una inspiración prodigiosa, rayana en la genialidad. Dictando a su marido las recetas con la misma facilidad pasmosa con que Mozart dictaba sus obras a Salieri. Y se mereció holgadamente, el aplauso con que los asistentes coronaron su obra.

Mientras tanto, absorta en su tarea selectiva, Ana se debatió bastante tiempo entre dos de los solteros. Pero llegados los postres, ya tenía elegido a su futuro macho: era un morocho alto y de bigotes, singularmente parecido a Manuel.

Para ese entonces, en la mesa de los solteros, ya habían ahogado en tetrabrick el escaso pudor que tenían. Y muertos de risa se dedicaban a elogiar las gomas de Ana en voz alta, casi a los gritos.

Exclamaciones roncas y soeces del tipo "¡teta... rdaste guacha!", "¡quiero teta mami!" o "¡dáme con un pezón en la carótida!" les provocaban carcajadas asficciantes a los desatados amigos del recién-cazado. Aunque el bullicio de la cena le impedía a Ana escuchar lo que decían, descontando que hablaban de sus tetas se tiraba disimuladamente el escote para abajo.

En un momento dado en que Ana levantó “casualmente” la vista, el morocho giró la suya y las dos miradas coincidieron en el espacio y en el tiempo. Como todos los de la mesa estaban pendientes de Ana el cruce no pasó inadvertido. El morocho entonces, frente a la mirada expectante de sus colegas le guiñó un ojo y Ana, recatadamente sonrió. La mesa de los solteros, estalló entonces en una felicitación hacia el guiñador, que agrandado se limitó a sentenciar: "¡aprendan giles!".


Apenas terminada la cena aumentaron el volumen del Wincofón y como corresponde pusieron un disco donde, opacado por el zumbido de la púa, se escuchaba el vals de los novios. Con un cerrado aplauso los comedores festejaron la ocurrencia e intimaron a los

novios a danzar.

Manuel sonriendo, se puso entonces de pie con un movimiento dudoso y tomando la mano de María la invitó a bailar. Siempre entre aplausos, dieron la vuelta a las mesas hasta llegar al centro exacto de la reunión donde comenzaron a girar enloquecidamente.

En medio de los aplausos de todos, María y Manuel giraban al ritmo de Strauss, con una soltura originada menos en la pericia que en el exceso de alcohol.

En medio de los giros y las evoluciones propias de la danza (y tal vez como consecuencia de la inercia del voluminoso cuerpo de María) el centro geométrico de la pareja se fue desplazando. Paulatina y peligrosamente, María comenzó entonces a acercarse a una de las mesas.

Pocos instantes después ya eran varias las parejas que valseaban con ellos. Pero los novios se hacían notar por el espacio cada vez mayor que requerían para girar. Finalmente y tal como se veía venir, en un momento dado se abrieron demasiado en una vuelta y María poseída por la sensualidad del baile no advirtió que se estampaba contra la mesa.

Con un estrépito de platos rotos, desplazó de un culazo la tabla, tumbó los caballetes y se derrumbó sobre platos y vasos sucios, que estallaron sordamente bajo su peso.

Rodeada de pedazos de vajilla, multicoloreado su traje de novia con salsas, verduras, presas de pollo y vino tinto, quedó acostada en el piso, envuelta en el mantel como un gigantesco matambre.

Se produjo entonces un instante de absoluto silencio luego del cual estalló la algarabía general. Todos los invitados, sin excepción, temblaban y se retorcían de las carcajadas. El propio Manuel, ahogado de la risa se agarraba el pecho como un infartado. Mientras la novia sacaba llamaradas de los ojos, viendo como todos se reían como locos a sus costillas y nadie hacia nada por levantarla.

Finalmente su padre, comandado tajantemente por su esposa corrió en su ayuda. Pero la tarea lo excedía: parecía una hormiga queriendo mover un elefante. Tratando de levantarla se cayó tres veces sobre ella y eso ya fue demasiado; algunos concurrentes se mearon encima de la risa.

Al fin, el morocho elegido por Ana se ofreció para ayudar. Entre él y el enjuto la tomaron entonces a la gorda, uno de cada axila y tiraron para arriba. Pero tampoco pudieron hacer nada. Reventando de indignación frente al descontrol de sus invitados, la gorda se largó a putear a los gritos provocando más carcajadas todavía. Finalmente y viendo que la gorda se ponía espesa, entre todos los solteros la rodearon, la agarraron de a tres por sobaco y diciendo "a la una, a las dos y a las tres" lograron ponerla de pie.

Roja de furia, María, corrió con su madre al baño para sacarse los restos de comida que decoraban su inmaculado y mentiroso traje de novia.

Como la música de vals seguía, Ana decidió entrar en escena sacando a bailar al novio. A tal efecto se acercó a Manuel, que rodeado de sus amigos seguía destornillándose de risa.

- Perdón, ¿se puede bailar con el novio? -preguntó Ana interrumpiéndolos y clavando sus sugestivos ojos en los ojos del morocho que, como todos los demás, tenía enmarcadas en sus pupilas sus dos maravillosas tetas.

- ¡Por supuesto, divina! -gritó Manuel arrastrando las palabras con una lengua retardada de alcohol.

Ahí nomás se prendieron y comenzaron a girar ante las miradas carnívoras de los amigos de Manuel, que entresacaban las lenguas como serpientes ansiosas.

Apenas pegados los primeros giros y como ya le había ocurrido en el civil, Manuel quedó magnetizado mirando las gomas que tenía frente a sí. Borracho pero no tonto, Manuel manipuló la danza sutilmente. Hasta quedar en el centro de la pista, ocultos los dos en medio de la palpitante marea humana.

Siendo que a duras penas había podido controlarse estando sobrio, hubiera sido un verdadero milagro que lo consiguiera estando en pedo. Y los milagros son raros. Siempre mirando las tetas dijo:

- Ana, ¿te gusta bailar el vals?

Y Ana disfrutando con calentarle el macho a su amiga, ni lerda ni perezosa le contestó:

- ¿Me encanta?¿cómo te explico?... es tan excitante... -y entresacó la lengua para frotársela suavemente en el labio inferior.

Fue demasiado. Manuel que estaba por decirlo metafóricamente, pendulando sobre las gomas, no pudo soportar más y como un lagarto peló la lengua para depositarla violentamente en la canaleta sagrada que formaban aquellas descomunales glándulas mamarias. Intercalando besos con frenéticos lengüetazos.

Ana viendo que Manuel se tornaba incontrolable lo apartó con rapidez. Sin dejar de bailar para no llamar la atención, le susurró al oído con vehemencia:

- ¡Manuel! ¡Estás loco! ¡Como vas a hacer eso acá! ¡no ves que está lleno de gente!

Manuel con la mirada enrojecida y la voz ahogada le suplicó:

- Anita, si querés hacerme un regalo de bodas inolvidable... ¡dejáme que te chupe alguno de esos dos globazos!

- ¡Estás loco, Manuel! ¿Quién te creés que soy? ¿Una tiragomas? ¡Estás casado con mi mejor amiga! -le contesto simulando un repentino y poco creíble ataque de pudor.

- ¡Si, pero loco de calentura estoy!¡dale guachita!, ¿que te cuesta?, no te los voy a gastar... -agregó Manuel estirando la lengua como un camaleón y apoyándole furiosamente su enloquecido bulto.

Ana no pudo dejar de sonreír ante tamaña calentura.

- Ni loca Manuel. Ni loca te permitiría que me chupes una teta... acá. A la vista de todo el mundo -replicó con una frase demasiado ambigua.

- Tengo algo muy importante que confesarte, Ana. -Manuel, siempre dirigiéndose a las gomas.

- Me imagino. Pero te hubieras acordado antes, ahora estás casado.

- No importa, te lo digo igual. Escuchame bien; si hubiera sabido que me darías pelota, esta noche eras vos la que estaba de blanco.

Para Ana, la interesada declaración de Manuel fue semejante a descubrirse ganadora del Prode. Sonrió triunfal y pensó alborozada que ya podía perdonarse no haber llegado al casamiento antes que su amiga.

- Sos un mentiroso.

- Te lo juro, en serio.

- ¿Si?¿En serio?

- Te digo más...-amenazó dejando un silencio enigmático.

- ¿Qué? -preguntó Ana, con curiosidad.

Manuel, ya mas recuperado de la calentura, puso un rostro intrigante y taimadamente propuso:

- No, acá no. En los baños te lo digo.

- No.

- Dale, andá. Un ratito nada más... -suplicó él.

- No. No creo que vaya. Decímelo acá. -contestó la traidora sabiendo que Manuel estaba en el epicentro de la calentura mas denigrante.

- Si querés enterarte andá al baño que yo te sigo.

- No... no creo que vaya a ir. Además vos estás muy caliente, así que mejor me voy a sentar -concluyó Ana llamando con un gesto a la hermana de Manuel para que la reemplaze y dejando de bailar (ante la cara de calentón desesperado que lucía Manuel).




Un rato después apareció María con su traje mojado y plagado de manchas difusas y multicolores en tonalidad pastel que, ahora sí representaba su verdadero estado de pureza. Apenas entró al salón, las parejas comenzaron a aplaudirla y se abrieron paso para dejarla llegar hasta Manuel quién se desprendió súbita y acaloradamente de su hermana, brindando la morbosa y certera impresión de haber sido pescado chuponeándosela.

Apenas los novios volvieron a bailar el vals, las otras parejas les hicieron una ronda tomándose de las manos. La cuestión no pasaba solamente por lo lúdico, sino por formar una barrera de contención para otro posible desbande de María.

Entretanto, Ana se había sentado nuevamente en su lugar y miraba impaciente hacia la pista, donde ahora el morocho elegido bailaba con la hermana de Manuel. Para colmo tenía que bancarse con resignación la letanía de achaques de un viejo que ahora ocupaba el lugar del padre de María. El octogenario, enterado de que era enfermera, le había explicado ya de la gota, la ciática, los callos, la próstata y proseguía ahora con una vieja hernia que padecía en su huevo derecho. Ana lo escuchaba distraídamente mirando con intermitencia hacia la pista. Ocasión esta última que era celosamente aprovechada por el anciano para contemplarle los pechos abriendo desmesuradamente los ojos (como si con eso lograra ver más).

Ana, intuyendo esto y tanto como por matar el tiempo divirtiéndose, solía volverse rápidamente para pescarlo in-fraganti y de hecho varias veces lo logró, pero el hombre volvía a poner cara de abuelito y a continuar, como si nada, con su inventario de inconvenientes entre los cuales dudosamente figurara la homosexualidad.



Harta de escuchar al viejo, Ana decidió ir al baño a sabiendas de que detrás de ella saldría disparado Manuel. Puesta frente a la posibilidad de cornear a su mejor amiga, Ana sentía cosas contradictorias; por un lado lo deseaba ardientemente (más por demostrarse que podía quitarle el macho, que por Manuel propiamente dicho) pero por otro, ahora Manuel era "el esposo", no un tipo cualquiera y viéndola reír feliz a María, se sentía la última hija de puta de la larga lista de hijas de puta de la historia de la humanidad.

Siempre ante situaciones de conciencia de esta naturaleza Ana tenía una salida maravillosa que consistía en hacer lo que quería, pero pensando que en realidad no tenía la culpa de lo que ocurriera. Como que si algo ocurría sería el destino el responsable. Así esa noche ella decidió ir a los baños pensando que simplemente quería ir a verse al espejo y que no tenía porqué no ir; si total ella solo iba a verse la cara. Si algo pasaba no sería culpa de ella.

Como quién no quiere la cosa encaró para el pasillo cuidándose de caminar lo suficientemente despacio como para darle tiempo a Manuel de girar hacia su lado y verla. Manuel entre el exceso de alcohol y los giros del vals vió ir, balanceándose hacia los baños, cuatro colosales gomas. Las parejas que hacían el cerco protector escucharon nítidamente un repentino "¡Me voy a mear!". Y vieron a Manuel escapando tangencialmente de los brazos de María y atravesando la ronda en línea recta hacia los baños. El movimiento fue tan rápido que María no alcanzó a parar a tiempo y dio todavía media vuelta más, bailando sola por inercia. Entonces el morocho de bigotes, largó a la hermana de Manuel y abarajó a la novia en el aire. Y así María, sin detenerse, empalmó con él el vals.

Ana, siempre haciéndose la tonta se metió en el baño de mujeres que estaba oportunamente vacío. Se repasó el aspecto y sonrió frente al espejo cuando sintió los golpes tipo allanamiento sobre la puerta de lata del hediondo reducto. Los golpes se superponían con las palabras al rojo vivo de Manuel reclamándola.

- ¿Qué pasa? -preguntó con voz falsamente sorprendida, contemplando su taimada sonrisa en el espejo.

Manuel hirviendo trató de abrir la puerta, pero Ana con un gesto rápido agarró el picaporte impidiéndoselo.

- ¡Dale Ana, dejáme entrar! -exigió Manuel impaciente.

Ana viendo que Manuel estaba decidido a todo decidió calmar su poco activa conciencia prometiéndose impedir que Manuel efectuara un papelón en la boda de su amiga.

- No. Mejor andá para el de hombres que yo enseguida voy para allá.¡Pero un ratito nomás! Susurró a través de la delgada lata de la puerta, que dejaba escuchar el bufido ronco de Manuel.

- Bueno, pero apurate -balbuceó el traidor, yendo hacia la puerta del pasillo para trabar el acceso a los baños.

Ana entretanto, y siempre sonriendo frente al espejo, extrajo de su carterita de plástico negro su extracto de Channel Nro. 3 y expulsó un chorrito que rodó cuesta abajo en su entreteta. Bajó todavía un poco más el escote y siguió sonriendo cuando escuchó la puerta del otro baño cerrándose. Una sensación de calentura se le materializó en un punto difuso entre la concha y el culo y le arrebató las mejillas. Antes de salir volvió a observarse frente al espejo y sacó reiteradamente la lengua afuera, como un reptil libidinoso. Finalmente y con precaución salió al pasillo para ver si venía alguien . Vió una escoba trabando el acceso y fue hasta la puerta del baño de hombres. Apoyó la oreja para comprobar que Manuel estaba solo y escuchó un ruido de líquido que caía y mezclado con la catarata amarilla el inconfundible retumbar de un estentóreo pedo.

Sonriendo sin abrir la boca, tamborileó los dedos sobre la chapa. Instantáneamente la puerta se abrió y emergió la desorbitada mirada de Manuel, que con la lengua pastosa y sonriendo pervertidamente la invitó a pasar:

- Pasá, hace de cuenta que estás en tu casa.

Ana, poniendo cara de inocente, entró y dijo manteniendo la distancia:

- ¿Qué me querías decir?

Manuel entonces la empujó contra la puerta, y sacándole una teta afuera le dijo:

-¡Esto! -y se abalanzó sobre ella como una sanguijuela alzada.

Sus labios angurrientos chupaban con desesperación.

Ana sintió sobradamente logrados sus oscuros objetivos y comprendió que debía pararlo, porque en cualquier momento, podía aparecer alguien y resultaría sumamente difícil regularizar la situación. Coherente con su pensamiento trató de apartarlo suavemente, pero Manuel parecía un abrojo. Forcejearon todavía unos instantes pero no logró despegarlo. Así que en el apuro por desprenderlo no midió las fuerzas y de un violento empujón lo tiró contra los mingitorios, queriendo la fatalidad que cayera sentado sobre uno que estaba tapado y rebosante de un orín espeso y amarillento.

- ¡Carajo! -dijo Manuel poniéndose a duras penas de pie y observando el chorreado de las aceitosas y malolientes gotas que supuraban sus fondillos. Por el pasillo se alejaban grotescas las carcajadas de Ana.



Cuando Ana entró al salón, la recibió un ruido de púa rayando surcos. La música instantáneamente cesó y sonaron las palmas de María convocando a las solteras para tirar de las cintas. Ana se dirigió ansiosa hacia la torta y se sintió una traidora cuando María, cómplice y feliz, le guiñó un ojo. Pero mientras buscaba con apuro y minuciosidad la cinta con la punta partida, se consoló pensando que por el necesario carácter transitivo del verdadero amor, haciendo feliz a Manuel había hecho feliz a María.

Vió la cinta partida en el momento justo en que otra de las solteras en liquidación estiraba la mano para agarrarla.

- ¡Perdón! -dijo Ana simulando un traspié y desplazando de un empujón a la intrusa.

Cuando todas "las chicas" estuvieron listas, María llamó al fotógrafo, para que inmortalizara a la bandada de loros sosteniendo las cintitas. Cintitas en cuyos extremos los pobres bagayos imaginaban la incierta esperanza de un tiempo nuevo, despojado del fantasma silencioso de la soledad. De esa soledad donde estaban sumergidas y donde sus escasas cualidades morían sin una mirada de amor que las contemple.

Por eso cuando María grito "¡yá!" todas salieron en la foto con los ojos cerrados. Soñando mientras tiraban de las cintas que saldrían arrastrando un esposo, un tropel de hijos y un domingo de sol y fútbol con mate en la vereda. Nada del otro mundo, solo lo necesario para que sus mentes barriales se serenaran en la convicción de que no habían nacido al pedo.

Pero la única que gritó de alegría, como si realmente estuviera sorprendida por el resultado, fue Ana. Y con esa cara de euforia salió en la segunda foto le que tomó el fotógrafo morocho, de bigotes, singularmente parecido a Manuel. Pero no en la tercera, ni en la cuarta foto, porque el fotógrafo las tomó exclusivamente para él mismo, enfocándole solamente las tetas con una lente de gran angular. Tetas que colgaría luego en su estudio, para solaz de sus colegas que pegarían un chiflido de admiración cuando las contemplaran.

Antes de disgregarse, el conjunto de loros barranqueros felicitó a Ana con sonrisas forzadas y falsas demostraciones de alegría que intentaban disimular la tristeza y desolación que les producía corroborar una vez más, con ese pequeño fracaso, que sí, que realmente habían nacido al pedo.

Y Ana radiante besó a través de la mesa a María, que la felicitó con una convincente alegría como si tampoco hubiera sabido de esa artera celada al destino.

Mientras especulaban sobre "quién" sería el encargado de materializar su destino de mujer casada, apareció Manuel con los fondillos empapados en aquella meada viscosa y de olor penetrante que en vano había tratado de quitar con agua.

- ¿Qué te pasó, mi amor? -le preguntó empalagosa María, frunciendo la nariz y besándolo en la mejilla.

- Me caí en el baño -contestó él secamente, sin quitar los ojos de Ana, que en un rapto de tardía amistad se dió vuelta, en el preciso momento en que "su elegido" la sacaba a bailar una tarantella que estaba partiendo la pista. Ana aceptó con exultancia.

El resto de la noche transcurrió en paz y alegría. Y Ana la pasó siempre con el morocho, que no solo se parecía a Manuel sino que también tenía el mismo nombre. Ana para hacerse la ocurrente le dijo:

- Te voy a decir Manuel Dos.

Y el morocho, en plan de caer simpático sonrió sin poder apartar la vista del balanceo enloquecedor de las dos descomunales tetas.


Al final de la noche María y Manuel saludaron a todos y partieron, en medio de aplausos, rumbo a un semiderruido hotelito de Rosario Norte que lucía el inaudito nombre de "El Moderno". Y en cuya vidriera del frente se anunciaba con brillantes letras rojas, que en su lobby plagado de cucarachas desnutridas y provincianos borrachos había (a disposición de la exclusiva clientela) un televisor color.

Luego de las boludeces de siempre y de la inevitable y ritual caja de forros que los amigos le obsequiaron a Manuel (con la recomendación “usálos, no sea cosa que te prendás un achaque”) se fueron tocando bocina los que tenían algún autito y a la parada de colectivos los otros, que eran mayoría.

Recordando el consejo de María (“guardar el misterio”), Ana decidió hacerse desear y no aceptó la invitación de Manuel Dos para acompañarla hasta su casa. En lugar de eso se coló en el Gordini de los padres de María que se ofrecieron a llevarla.

Ante la pregunta del morocho relativa a "¿cuando podemos vernos?" (que por la dirección en que miraba parecía hablarle a las tetas) Ana contestó haciéndose la gata:

- No sé... qué sé yo... -y ya cuando el forzado Gordini arrancaba escorando por el lado que compartía con la madre de María, se apresuró a conceder:

- Llamáme mañana al 67261 -y cerró la puerta ante la mirada petulante de Manuel Dos, que comenzó a caminar hacia la esquina, donde sus secuaces ya lo estaban vitoreando.

Los solteros miraron pasar el Gordini relamiéndose como perros frente a una costeleta. E instantes después, todos juntos remontaban Ovidio Lagos hacia el sur.

Cantando canciones obscenas, pateando tachos de basura, saltando sobre el capot de los autos y hasta tocando timbres en la madrugada, iban dejando tras de sí una estela de somnolientas puteadas. Así eran ellos; todos juntos y con algo de alcohol en la panza eran como las marabuntas.

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