Escribiendo una novela on-line

Bienvenidos a la cocina de una novela. Dia a dia, encontraran publicado el refinamiento del material original de mi novela "Santana". Que lo disfruten.

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Location: Las Palmas de Gran Canaria, Las Palmas, Spain

Supongo que me parezco a lo que imaginan de mi mis lectores.

Saturday, April 09, 2005

Capitulo XII

El domingo siguiente a la boda, Ana atorró hasta el mediodía. Y cabe destacar que no fue despertada por el griterío histérico del relator del partido de fútbol que miraba su padre, sino por el olor de la salsa que cocinaba su madre.

Los fideos amasados eran una institución en la casa de Ana. Los venían comiendo religiosamente domingo tras domingo y de generación en generación. Desde la raíz de su arbusto genealógico hasta su madre, todas las mujeres de su familia los preparaban tal y como Ana aspiraba preparárselos algún día a cualquiera que le facilitara el apellido.

Los fideos eran, no solo una costumbre, sino algo que Ana desde su dimensión de angurrienta valoraba como una bendición. Cuantas veces en medio de una depresión Ana iluminó una esperanza con los fideos del domingo. Era seguro que si un día decidía suicidarse, no sería un sábado. Sería un domingo por la tarde. Cuando el placer hubiera dejado lugar a una aletargada siesta de modorra digestiva y solo tuviera por delante las horas más temidas por los seres depresivos; las horas del domingo. Esas horas donde la nada se quita sus ropaje de trajín rutinario y aparece obscenamente en pelotas.

Su madre era muy parecida a ella o viceversa. No solo físicamente sino en una serie de hábitos, pequeñas virtudes y descomunales defectos, entre los cuales brillaba con luz opaca la dejadez.

La dejadez había caracterizado los últimos diecisiete años de la madre de Ana, al extremo de ser despectivamente conocida en el barrio como "la dejada esa".

Su negligencia se hacía palpable en pisos, cortinas, vidrios, muebles, ropas y en general en todo aquello, cuya conservación, dependiera de "la dejada esa".

Es justo aclarar, no obstante, que si bien nunca fue un obsesa por la limpieza, de joven mal que mal mantenía la casa. Su dejadez no encontraba origen, como en otras dejadas, por simple ineptitud o elemental vagancia, sino por una postura cuasi filosófica, existencial diríamos. Postura ante la vida que "la dejada esa" concibió una tarde, precisamente mientras se aprestaba a lavar los platos.

Estaba sentada sola en la cocina y tenía por delante una pila de platos que esperaban con paciencia. En el lavadero aguardaban también las ropas de su marido y su hija. Los pisos estaban rayados y algunos pantalones necesitaban zurcidos. Acababan de comer fideos para festejar su cumpleaños número 38 y debería también levantar la mesa. En las piezas, a pata suelta, apoliyaban su hija y su marido la modorra de los fideos.

Desde siempre los cumpleaños la deprimían. Ella suspiró y se miró las manos regordetas reventando bajo la piel tirante, luego se miró las piernas, el abdomen, las tetas, los brazos y se dijo, con absoluto realismo, sin un viso de autoflagelo; "estoy hecha un escracho". Y lo asumió, pero no pudo evitar sentirse como el culo.

Inevitablemente repasó esos años crueles que la habían dejado así y eran una sucesión descolorida de pavadas. Había hecho, supuestamente, todo lo que debía; se había casado, había atendido a su marido, había criado a su hija y hasta había renunciado a algunas cositas sin importancia por ellos (soñaba ser cantante de tangos). Y ahora pensaba ¿cuál era la recompensa?: esa sensación permanente de desasosiego, de nadidad, de tiempo perdido, de vida disipada en el peor de los vicios; el aburrimiento. De un continuo ayer-igual-a-hoy-igual-a-mañana. Y comprendió que no había vivido, que la vida solo había pasado a través de ella. Que la había atravesado como atraviesa un rayo de luz una figura de humo. Tuvo la sensación de haber pasado la vida sin moverse. Como detenida frente a una calesita que en vez de caballitos y unicornios, traía pilas de platos sucios, una mesa servida, un marido que sale a trabajar, una hija que va a la escuela, una máquina de coser, una escoba, un trapo de piso... y otra pila de platos y otra mesa servida.... y siempre las mismas cosas. Siempre la misma letanía monótona en ese carrusel sin sortija. A los treinta y ocho años comprendió todo, pero era tarde. Su vida ya estaba perdida, desperdiciada en obligaciones boludas. No había futuro y del pasado mejor no acordarse. Había trabajado en una obra que se derrumbaba todos los días. No había modo de contemplar algo. No quedaba nada.

Fue entonces cuando decidió dejar de hacer aquello que no le gustase. A ella le gustaba cocinar, cebar mate, ver telenovelas, enterarse de chismes, sacarse mocos, tirarse pedos. Esas remanidas "pequeñas cosas de la vida", como tomar mate con su marido en el jardín al atardecer, cuando en la radio suena un tanguito tristón y el sol es apenas una luz difusa en urgente retirada a la altura del naranjero. Solo eso y algunas otras cosas valían la pena. Y solo esas cosas haría. Se acabarían los "deberes". El que quisiera ropa limpia que se la lave y lo mismo con los platos, con el piso y con todo. No se calentaría más por nada. La vida la patearía, pero ella no le lustraría el zapato.

Y ahí mismo, pletórica de sabiduría y sin lavar un pedo, se fue ella también a la cama. Y así empezó, desde esa tarde iluminada, a llamarse sin rastro de vergüenza; "la dejada esa".


El problema para acostumbrarse no fueron tanto los pisos como los cubiertos. Ante la evidencia de que nadie quería lavarlos comenzaron utilizando descartables. Pero en breve y por una cuestión de practicidad y economía se acostumbraron a comer con las manos y a tomar del pico.

Aquel mediodía cuando Ana se levantó, sentado a la grasienta mesa de la cocina estaba su enjuto padre. Que como siempre estaba mirando la televisión. Su madre colaba los fideos, hervidos en una olla con 17 años de fideos dominicales y usaba para la tarea un colador con igual antigüedad en su servicio.

Ana saludó con voz pastosa, ante la indiferencia de su padre que observaba la repetición de un gol de Defensores de Villa Banana y de su madre que vertía la salsa sobre los fideos. Encogiéndose de hombros se sentó en su lugar de siempre y se dedicó a observar con ansiedad creciente los movimientos de su madre. Según su criterio (estaba desesperada de hambre), la dejada actuaba con demasiada lentitud. En el momento en que su madre pasó a rallar el queso sobre los fideos, Ana, que controlaba obsesivamente sus movimientos no soportó más lo que para ella constituía un derroche de tiempo. Por sobre el ruido del televisor le descerrajó un fenomenal grito:

- ¡Dale vieja! ¡Apurate! ¡Serví de una vez, querés!

La madre giró como un torbellino sobre sí misma y con una mirada que despedía llamaradas le gritó cuarenta decibeles más fuerte:

- ¡Porqué mierda no los venís a hacer vos, vaga de mierda!

Ana sin perder un segundo y con el rostro congestionado de odio le retrucó:

- ¿Vaga yo? ¡¿Y que queda para vos, entonces?!, ¡hace diecisiete años que te rascás la argolla!

El padre para escuchar mejor pegó el oído al televisor. Y la madre tiró violentamente el rayador y el queso sobre la mesada de mármol y se abalanzó sobre Ana que instantáneamente se puso de pie para enfrentarla.

- ¡La puta que te reparió, quién mierda te creés que sos para venir a decirme lo que tengo que hacer! ¡Mierda! -le gritaba su madre revoleándole la cabeza por los pelos. Ana lejos de callarse y con las variaciones de sonido propias del revoleo de su cabeza, le aclaraba:

- ¡Vos sos la puta que me reparió! ¡vos!

El padre de Ana con el ceño fruncido levantó el volumen del televisor para seguir el relato de un penal pateado por un tal Astorga. Mientras tanto la dejada, totalmente fuera de sí, le pegaba cachetadas a su hija aullando:

- ¡¿Puta, me decís a mí?! ¡¿Y justo vos?! ¡Si estoy podrida de encontrarte forros en la cartera!¡Hasta usados te encontré!

Y Ana tratando de detenerle el brazo con que la revoleaba le reprochó:

- ¡Que mierda tenés que revisarme las cosas! -justo en el momento en que anunciaban el golazo de un tal Vidal, que sobre el minuto cuarenta y cinco del segundo tiempo, transformaba a Defensores de Villa Banana en campeón de la liga suburbial.

- ¡Gool, gool...! -gritó eufórico el padre de Ana, parándose y dando vueltas a la mesa con los brazos en alto.

- Dale vieja, serví los deofis -le ordenó eufórico.

- ¡Cierto, se están enfriando! -gritó con el mismo tono de odio con que puteaba a su hija. Y soltándola instantáneamente fue corriendo presurosa a la mesada. Ana se desplomó sentada sobre la silla y ésta pegó un crujido ensordecedor, pero aguantó el impacto.

"La dejada esa" tomó la fuente y rápidamente la colocó en el centro de la mesa, al tiempo que se sentaba. Se abalanzaron los tres sobre la olla y con movimientos desesperados comenzaron a comer, hundiendo las manos en los fideos y llevándoselos a las bocas con una desesperación de náufragos. Comían con una ansiedad descomunal. Las manos subían y bajaban sobre la olla, dejando regueros de salsa sobre la mesa. Las mandíbulas masticaban con urgencia y de las bocas colgaban fideos como lombrices ensangrentadas, en medio de eructos y crujidos de mandíbulas. De vez en cuando tomaban la botella de vino y se prendían del pico como terneros, dejándole la punta colorada de salsa. Bebían también con urgencia, para no perder tiempo y seguir engullendo fideos.

- Berp... ¡que buenos que están vieja! -dijo el enjuto con la boca abierta, mostrando la danza de los fideos sobre la pista rosada de la lengua.

En pocos instantes los dedos repasaban la fuente buscando bajo la salsa algún fideo perdido. Cuando ya no quedó ninguno, comenzaron a sumergir los dedos en el tuco y a chupárselos. Y cuando ya no quedó nada de nada, se tumbaron sobre los respaldos de las sillas, con los brazos colgando a los costados, incapaces del menor movimiento. Interrumpiendo de vez en cuando su letargo para darle un beso a la botella y eructar luego el aire que se les quedaba trabado en los esófagos repletos de fideos.

Así estaban, en un silencio casi ritual, cuando un violento pedo emergido de las profundidades del descomunal culo de la madre de Ana, los sacó de su sopor para gritar casi al unísono:

- ¡Puta que te parió, asquerosa!

- ¡Vieja no seas asquerosa, que se me revuelve el estomago! - Le reprochó el enjuto a la gorda, que muerta de risa respiraba con placer el denso olor a podrido que ensuciaba el aire.

- Ah, creo que voy a vomitar -coincidió Ana, tratando de ponerse de pie para escapar de la nube fétida que lo envolvía todo.

El padre, haciendo un gesto de disgusto volvió la vista al televisor, mientras la gorda sin perder la sonrisa les reprochaba:

- ¡Hay los aristócratas!... ¿qué les pasa? ¿nunca se tiraron un pedo ustedes? -Justo en el momento en que sonaba el teléfono.

Ana con premura fue a atender, pensando y deseando que fuera Manuel Dos. Cuando levantó el tubo con sus manos grasientas y sin todavía escucharlo ya sabía que era él. Mientras pugnaba por sacarse unos mocos rebeldes, su madre escuchaba la mitad del diálogo.

Con una etérea voz de doncella (que contrastaba con sus dedos grasosos y su cara chorreada de salsa) Ana decía:

- Hola, ¿que tal?... bien, muy bien... un poco cansada de anoche todavía... ¿como?... y si... si... -sonriendo frente al espejo- ...bueno, no sé... está bien, puede ser... mejor a las ocho, okey... no, pasáme a buscar por acá... si, anotá... Damas Mendocinas y República del Líbano... es antes de llegar a Sorrento... a las ocho entonces... te espero, chau... si... si -riendo- chau... clic.

Colgó en el preciso instante en que su madre lograba arrancarse el moco y lo pegaba, de un tinclazo, en el televisor. Justo sobre la cara del comentarista de fútbol.

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