Escribiendo una novela on-line

Bienvenidos a la cocina de una novela. Dia a dia, encontraran publicado el refinamiento del material original de mi novela "Santana". Que lo disfruten.

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Location: Las Palmas de Gran Canaria, Las Palmas, Spain

Supongo que me parezco a lo que imaginan de mi mis lectores.

Friday, June 10, 2005

Capitulo XLVII



El más impresionante, para Ana, era sin dudas Rubencito. Luego, en orden de nauseabundez, venia el mogólico cuadrapléjico (que siempre había que cambiar porque, indefectiblemente, se ensuciaba a las cuatro y media). Tercero en el ranking, seguía el inquieto macrocéfalo, con su descomunal cabeza y su cara de lerdo. Y luego y en un mismo puesto, seguían el enjuto, el renguito y el autista. Los mogólicos no le resultaban mayormente impresionantes.

Como acertadamente predijo Ema, a la semana Ana había perdido la náusea y solo conservaba cierto asco controlable. Que no le impedía largarse a masajearlos sola. Por otro lado, las particularidades y rarezas de sus clientes, resultaron excelentes ocupadoras de pensamiento. Con el consiguiente efecto analgésico contra el recuerdo amargo del Dos.

Los monstruos por su parte, la aceptaron enseguida. Y la presencia opulenta de Ana dejó enseguida en evidencia que si había un hilo vinculante en todos ellos (y más en los más atrofiados mentalmente), era su primitiva sensualidad. Todos la manifestaban sin pudor y se les disparaba, habitualmente, por la simple aparición de Ana y sus tetas.

Los mogólicos, por ejemplo, eran especialmente fogosos y se dedicaban, mientras el recuerdo de Ana (o de sus limones) estaba fresco, a masturbarse como monos en el patio.

Ana observó ese detalle: que cuando ella salía a la galería, los mogólicos (que comúnmente estaban armando quilombos), como recibiendo una orden se ponían a pajearse al unísono. Luego ella entraba a la habitación y después de un rato de paz el quilombo empezaba de nuevo, hasta que ella volvía a asomarse y los mogólicos volvían a acogotar el gallo.

Después de unos días de observar el hecho, Ana tuvo una idea genial para disminuir los batifondos o por lo menos los originados por los mogólicos. La idea, brillante a todas luces, consistió simplemente en disponer de cuatro atriles (uno por mogólico) y colocar, en cada uno de ellos, la foto de una mujer desnuda. De esa manera, imaginó acertadamente, no necesitarían aferrarse al recuerdo y pasarían las horas, contemplando las fotos y masturbándose frenéticamente, a dos manos.

Fue un éxito. Apenas instalado el nuevo sistema, en la casa practicamente se podían oír volar las moscas. Y los raros quilombos que de vez en cuando se provocaban eran originados por el inquieto macrocéfalo en su eterno odio hacia Rubencito.

Todos los monstruos, sin excepción, tomaron, rápidamente, un especial cariño por Ana. Y más de una mirada lucía en su honor, un destello de amor reprimido. También es cierto que a veces, alguno de aquellos monstruos, se desataba y al pasar se le prendía vigorosamente de las gomas. En realidad, menos el renguito que era adolescente y tímido, los demás eran bastante mano largas.

Mientras tuvieran un mínimo de entendimiento, con un grito les bastaba. Pero tanto los mogólicos, como el parapléjico tenían que ser reducidos a golpes, porque no entendían las palabras y se prendían como abrojos. El que no jodia, por motivos obvios, era el autista.

Muy pronto, así como Ema, Ana también tuvo su preferido: era uno de los mongólicos. Se llamaba Oscar, aunque como a todo pavote le aplicaban el diminutivo; Oscarcito.

Entre las dos disfrutaban exagerando las virtudes de sus preferidos. Ana destacaba en el suyo, cierta mirada tierna y cierta extraña delicadeza (extraña en un mogólico) y Ema resaltaba en el suyo la prosapia. Porque Alfredito (el preferido de Ema) tenía una familia rebosante de guita. A él no lo había engendrado la promiscuidad de la miseria sino las generaciones de relajos y disipación, que lo precedieron. Poseía el interminable e ilustre apellido de una familia de intrincado árbol genealógico, vinculada al más poderoso medio de comunicación de la ciudad. Y lo mandaban de Ema porque no querían que se supiera de su existencia. Y porque suponían, tal vez con razón, que en las clínicas lujosas lo tratarían igual o peor y se terminaría divulgando esa vergüenza familiar. El contacto se había establecido a través de la finada madre de Ema, que había sido criada de la casa y lo había visto nacer, estúpidamente.

Oscarcito, en cambio, era hijo de laburantes y vivía no muy lejos de allí. A diferencia de Alfredito no lo llevaba un chofer en un coche de una cuadra sino su padre caminando por calles polvorientas.

Tal como resaltaba Ana, Oscarcito era especialmente cariñoso. A casi todos los retardados la falta de desarrollo cerebral los libera del obstáculo de las inhibiciones y se muestran tal cual son. Exhibiendo sin pudor las características primitivas que una supuesta “normalidad” les habría enseñado a ocultar.

Oscarcito, como buen pavote, se mostraba tal cual era. Y era todo corazón.

Como esos animalitos que tiemblan cuando uno les pasa la mano por el lomo, era un voraz necesitado de ternura. Tenía rasgos mogólicos, pero no eran desagradables. Se diría de él que era un lindo chinito. Solo su mirada, ligeramente estrábica, sus gestos estúpidos y sus lentes verdes y gruesos lo delataban. Pero si uno lo imaginaba durmiendo o muerto, (es decir, detenido y silencioso) sin los lentes y con los ojos cerrados, pasaba ciertamente por un chinito joven (tenía veintitrés anos) y agradable.



Por aquellos primeros días también ocurrió el primer deceso (desde la llegada de Ana). La parca señalo al enjuto. Su madre siempre solía lamentarse con Ema de que el pobre tenía los días contados. Y asi fué que según parece, un mediodía de sol, el conteo llegó a su fin.

Murió en la casa de los padres y Ana y Ema se enteraron tal como había predicho está ultima: por notar su ausencia y llamar para preguntar. Fue Ema la que llamó.

La madre del enjuto atendió el teléfono y llorando le refirió que el pobre se sintió mal a las doce del mediodía y murió a las doce y cinco, (había tenido una agonía proporcional a su tamaño). Mientras la mujer hablaba, Ema, escuchaba puteadas y gritos como telón de fondo. Así que cuando la mujer terminó con el relato de la pequeña muerte del enjuto, Ema le preguntó que pasaba. La mujer entonces, entre hipos y mocos, le contó que era el insensible del marido, que se puteaba con los de la funeraria porque le querían cobrar el cajoncito como si fuera de tamaño normal y él pretendía un descuento.

Ana no lo lamentó demasiado dado que no había llegado a conocerlo lo suficiente. Pero lagrimeó igual cuando vió la reacción del Club de Monstruos. Era conmovedor ver esos rostros deformes, compungidos y llorosos. Como una lluvia cayendo sobre un cementerio, la tristeza era más triste en esas caras.

Menos el autista, lloraron todos. Hasta los mogólicos. Qué según le explicó Ema, lloraban por ósmosis. Porque se contagiaban de la congoja general.

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