Escribiendo una novela on-line

Bienvenidos a la cocina de una novela. Dia a dia, encontraran publicado el refinamiento del material original de mi novela "Santana". Que lo disfruten.

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Location: Las Palmas de Gran Canaria, Las Palmas, Spain

Supongo que me parezco a lo que imaginan de mi mis lectores.

Friday, July 08, 2005

Capitulo LX

LX



Una de las milagrosas características de la obra de Ana fue el hecho de que, si bien al principio su actitud fue la resultante de una férrea autoimposición, luego, no solo no debió imponerse nada, sino que hasta “disfrutó” con simultaneidad de esos amores que todas las mujeres del mundo dejaban y dejarían seguir de largo. Y logró hacerlo porque realmente, comenzó a sentir amor por todos. Su entrega, entonces, fue total.

Ese era su don divino; su capacidad de amar ilimitada. Solo un amor desmesurado podía consentir en entregarse así a seres tan horrendos. Y ella lo hacía, no ya con asco contenido, sino con verdadera alegría. Y lo hacía simplemente porque, a la luz del amor, lograba ver a ese otro ser que sufría, que tenía sus virtudes y que estaba latente, escondido, detrás del ser más desgraciado y repugnante. Logró hacer así realidad aquel último sueño; cuando, donde antes hubo una pandilla de repugnantes monstruos, el amor,

puso una legión de hermosos ángeles. Encontró y disfruto por esto, de sublimadas formas de ternura, de amores enloquecidos e intensos, de maravillosas inteligencias y de sensibilidades exquisitas en seres que, a primera vista, no servían ni para repuestos de un banco de órganos.


Su única frustración era que hubiera querido ser la novia de cada uno de ellos. Pasear al atardecer, de la mano, por alguna plaza; besarse en la última fila de un cine; comer a dos bocas un helado con una sola cucharita y mirar vidrieras en el centro. Pero no podía. La bolilla se corría y muy pronto comenzaron a tocarle la puerta, monstruos de todos los confines. Pobres seres,

con distintos grados de monstruosidad, que se enteraban y llegaban a pedir su oportunidad de amar. Su derecho a sentir en la piel ese escozor que da el amor.

Rengos, mogólicos, macrocéfalos, microcéfalos, paralíticos, hemiplejicos, cuadraplejicos, parapléjicos, deformes, jorobados, sin cuellos, enanos, enjutos, ciegos, sordos, mudos y simples pelotudos, que no enganchaban una mina ni por mandato divino, tuvieron su cuarto de hora con la gloria. Entre las generosas piernas y brazos de Ana.

Primero trato de atender a todos, pero en seguida se dio cuenta que eso no solo era imposible sino que no servía de nada. Entonces los organizó como para trocar cantidad por calidad.

Así es que, a las diez de la mañana, Ana abría la puerta para dejar pasar a los quince primeros y el resto pasaba para el día siguiente. Ella imaginó que de esa manera no harían esperas inútiles. Pero la mayoría de ellos que no entendía absolutamente nada, tampoco entendía que significaba el número quince y esperaban igual, atornillados a la puerta, hasta que algún alma caritativa se los llevaba. Era triste, pero no había otra manera de darles lo que, realmente, necesitaban.

Por su parte, el amor de los monstruos no conocía limites. Muy pronto no le alcanzaron los sitios para poner las flores, ni las cartas de amor, ni los regalos humildes u opulentos que según las posibilidades, cada uno le llevó. Pero fundamentalmente, no le alcanzó el alma para tantos y tan conmovedores gestos de ternura de esos seres, que como en La Bella y la Bestia, se sentían transformar en hermosos príncipes, con un solo beso enamorado.

También y es oportuno decirlo, algunos de los monstruos (muy pocos), concientes de su entrega, comenzaron a tratarla mal. A despreciarla y hasta a abusarse de ella. Y Ana se los permitía. Pero no (como lo hizo con el Dos) por una necesidad, casi adictiva, a ninguno de sus amantes. Sino porque sabía que, esa forma cruel de tratarla que tenían, era consecuencia del resentimiento que años de rechazo les inyectó en las venas. Y así los aguantaba por puro y descomunal amor.

Una de las cosas que más entusiasmaba a Ana, eran los cambios operados en sus monstruos. Herberto por ejemplo, antes agresivo y parco, ahora se había transformado totalmente. Estaba locuaz y divertido. Daba risa verlo en la puerta de la piecita de masajes, invitando a voz de cuello:

- ¡A culead, hedmanos! ¡a culead! ¡todos unidos, vadmos, vadmos!

Había resultado un desenfrenado fiestero el monstruo. Por supuesto, Ana nunca accedió a proposiciones de ese tipo y cuando lo escuchaba gritar, salía y le pegaba una cariñosa cachetadita en el balero y lo mandaba a ver si venían los marcianos.

Rubencito también estaba transfigurado, alegre, casi rozando la euforia. Incentivado por Ana, pasaba las horas elucubrando poemas y hasta llegó a dedicarle uno al propio Herberto, su otrora encarnizado enemigo. El poema, referido al impresionante costado erótico del macrócefalo, decía así:

Herberto; ¿será casualidad, me pregunto en esta oportunidad, que la palabra cabezón, rime bien con calentón?

Y cuando se lo decía, Herberto reía torpemente y lo acunaba en la canastita.

Oscarcito estaba echo un sol. Su cara, antes boba y triste, lucía ahora igual de boba, pero radiante.


Y así pasaban aquellos días de Ana: en un tiempo laxo de paz. Rodeada de esos seres que la idolatraban y solo preocupada por prodigarse entre ellos de la manera mas equitativa posible.

Todo era felicidad. Y ella se sentía más plena de lo que nunca imaginó. Y se sentía justificada de la manera más trascendental, dado que ella les regalaba a esos pobres seres, nada menos que lo único que no se puede comprar en este mundo; verdadero amor.

Ella les obsequiaba con una pequeña y hermosa historia de amor.

1 Comments:

Anonymous Anonymous said...

cool :)..

10:03 PM  

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