Escribiendo una novela on-line

Bienvenidos a la cocina de una novela. Dia a dia, encontraran publicado el refinamiento del material original de mi novela "Santana". Que lo disfruten.

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Location: Las Palmas de Gran Canaria, Las Palmas, Spain

Supongo que me parezco a lo que imaginan de mi mis lectores.

Sunday, April 17, 2005

Capitulo XIX

Tanto como la primera vez (antes del casamiento) encontrar a María no le resultó nada fácil. Ocurría que a los clásicos y compartidos problemas de horario, se adicionaba ahora el hecho de que María ya no vivía con sus padres. Se habían mudado. Y con Manuel, andaban tan recagados de hambre que, no solo no poseían teléfono, sino que la casa en cuestión quedaba comprensiblemente lejos: en un miserable y peligroso barrio suburbial.

Ana le había dejado ya varios mensajes a los padres, pero los sabía tan pelotudos que dudaba que se los pasaran. Además, el hecho de que María, en su permanente raid de ventas, casi no tuviera tiempo para visitarlos, la llevaba a pensar que si no asumía una actitud más activa, no la volvería a ver jamás.

Casualmente, repartiendo pensamientos entre María y su amado vividor, se encontraba una noche en el decadente y letal nosocomio. Tenía una tediosa velada de guardia por delante.

Pensativa, miraba reconcentrada un punto cualquiera de una pared cualquiera del semiderruido hospital. En el aire enrarecido de la institución flotaba un silencio espeso, casi sepulcral. Tal vez por eso, la campanilla del teléfono, amplificada en el contraste, le produjo un movimiento espasmódico de susto. Atendió con un respingo. El corazón amacándole enloquecido la teta izquierda y la mirada aterrada por el sobresalto.

SORPRESA: A la tres y cuarto de aquella madrugada desvelada, el teléfono traía una insólita sorpresa; era María.

Ana, loca de alegría, intentó charlarse todo, pero María la cortó diciendo que tendrían que dejarlo para otro momento (dado que le hablaba desde un turno de Petroquímica en San Lorenzo y en minutos nomás, salía el bondi que la llevaría a otro turno pero de Obras Sanitarias y en San Nicolás).

- ¿Porque no te venís a casa el sábado? -sugirió María.

- Dale, dame la dirección -aceptó Ana con entusiasmo.

- Anotá -le dijo María con un dejo de urgencia en la voz.

Cortaron y Ana se puso tan contenta con la sorpresa que, relajada por la charla, decidió dejar de mirar la pared e irse a dormir.

La cama libre más cercana era la contigua a la de un anciano del PAMI. El veterano tenía, no ya los minutos sino los nanosegundos contados.

Ana se acostó, pero sus habituales desvelos (fomentados por la trabajosa respiración del viejo) le impidieron conciliar el sueño. Con los ojos abiertos en la oscuridad, pasaba los minutos recreando la imagen del Dos, que flotaba como un fantasma en la penumbra.

Absorta en la contemplación astral de su amado, se sobresaltó cuando de repente sintió que el viejo se convulsionaba. Apartó por un momento al Dos de sus pensamientos y trató, fallidamente, de mirar en la penumbra. "Este debe estar crepando" se dijo. Tanteó en los bolsillos de su guardapolvo y encontró los cigarrillos y la caja de fósforos. Raspó uno para alumbrar la habitación y de paso se encendió un faso. La luz mortecina del fósforo le dejó ver el preciso instante en que el anciano sufría una violenta convulsión que lo dejaba sentado en la cama. Abriendo muy grandes sus ojos acuosos, el viejo emitió una especie de berrido, gesticuló tembloroso y después de arquearse en un último y brutal espasmo se derrumbó de nuca sobre el lecho.

Ana saltó del catre y encendió la luz. Sentándose al borde de la cama del ex-viejo, le tomó la muñeca y buscó en vano el latido de la sangre entre ese manojo de huesos y tendones del tiempo del pedo. Nerviosa pitó el faso y largó una bocanada azul que envolvió la cabeza blanca y raída del decrépito. Con el faso en la boca, apoyo distraídamente la cabeza sobre el canoso pecho y escuchó entonces un ligero crepitar y un insoportable olor a cabello quemado. Rápidamente tiró el faso al piso y con energía le cacheteó la magra tetilla para desprenderle las brasitas de tabaco. Volvió luego a auscultar el milenario tórax y el silencio de la noche fue más profundo aún. Procedió entonces a masajearlo sobre el corazón. Pero como un títere trágico, el anciano solo se movía al ritmo de sus manos. Estaba inerte.

-¡Recontracrepó! -exclamó Ana, desistiendo. Y con una espontánea conmiseración agregó:

- Pobre viejo.

Acto seguido buscó una planilla sobre la mesa de luz y anotó con letra firme:

HORA DEL DECESO: 3:46 DIA: 18/4/84.

Volvió a dejar el papel sobre la mesita y apagó la luz antes de volver a acostarse con la sana intención de dormir algunas horas. Esta vez ya libre de ruidos molestos.

Pero el sueño seguía esquivo. La imagen de su reventado amado volvía a proyectarse, pero esta vez sobre una penumbra cargada de muerte. Con el corazón recogido, Ana pensó que tal vez demasiado pronto, el dueño de sus desvelos tendría una planilla parecida a la de ese pobre ex-cliente de los peligrosos servicios del gerontocomio.

Una lágrima grande y esférica rodó por su mullido pómulo y su fosforescencia iluminó la habitación como una luciérnaga. Ana deseó con vehemencia poder ser ella, quién con letra temblorosa y borroneando de lágrimas la tinta, anotara esos datos que para otros podrían ser meras estadísticas, pero que para ella resultarían un mojón en su vida. Un antes y un después. Una marca definitivamente indeleble. De dolor si, pero por la pérdida, no por los desprecios. Porque su memoria, ávida de recuerdos felices, apenas firmada la planilla, empezaría a sepultar en el olvido el sinfín de desplantes que el malvado vate le había obsequiado con generosidad. Y se dedicaría de lleno a saturar su memoria de imágenes inventadas. De mentirosas escenas de amor. De atenciones recibidas que justificarían, por la vía del amor, su autocuestionable existencia. Recuerdos truchos que le permitirían afirmar entre lágrimas (como en un mal tango): “yo tuve un gran amor, pero Dios al cielo me lo llevó”. Indultado por la muerte, el Dos pasaría entonces a ser ese novio que ella creyó desear. Tan solo como para tener una hermosa historia de amor. Una historia para creerse y para contar. Entusiasmada Ana fue un poco más lejos aún y ya se veía protagonizando el papel estelar en el velorio del poeta. Llorando altiva sobre el cajón de su amado y regocijada en su dolor. Sintiéndose el centro de todas las miradas, la heroína de una emocionante Love Story, la casi-viuda que, con dignidad y entereza, se hacía cargo de ese hijo de puta al que la muerte habría transformado en un modelo para armar.

Y mientras se hacía su rollo de pulposa y exagerada Julietta, se le fue enhebrando, por un resquicio de su mente escasa de conciencia, el cargo por no haber actuado con más energía para salvar a su compañero de pieza: “si lo hubiera llevado antes a terapia intensiva tal vez se hubiera salvado”, se reprochaba, para volver luego a “su velorio”. Y éste era tan real en su imaginación, que ahora la cara del Dos flotaba, en la penumbra, enmarcada en el medio hexágono del ataúd. “Pobre viejo, con un poco de respiración artificial capaz que zafaba” se objetaba, para enseguida justificarse “Ma' sí, a lo sumo hubiera durado un día más”. Y ya volvía a verse derrumbada teatralmente sobre el jonca, inundándolo con sus lágrimas fosforescentes y robándole el velorio a parientes y amigos que en vano pugnarían por un pedazo de cajón. Porque en esa película no había lugar más que para una sola estrella. Y de nuevo volvía la conciencia; “pobre viejo, se murió por culpa del Dos. Por mi amor desaforado”, se reprochó . Y cuando pensó esto sintió que la muerte del viejo encontraba allí una justificación: Había muerto por amor.

Emocionada con la idea, Ana entrecerró los ojos y tanteó el suelo para recuperar la larga colilla ocasionada por el decrépito Romeo de amores ajenos. Pero la posición, de cara al techo, no le permitió encontrarla. Volteándose de lado, finalmente la encontró por sistema Braille. La llevó a la boca y, ya con las manos libres, encendió el último fósforo que le quedaba. Fue un congelamiento de huesos lo que sintió cuando, detrás de la llama amarillenta, se encontró con la mirada acuosa del viejo, que incorporado en la cama la miraba con una expresión desorbitada.

Se quedo estática, paralizada de terror. Con el fósforo consumiéndose entre sus dedos y la mirada del viejo traspasándola. Durante instantes eternos ni ella ni el viejo se movieron. Solo la llama parecía tener vida en la habitación. Recién cuando el fuego le mordió los dedos, Ana gritó un estridente “ahhhhhhh” (mezcla de dolor y espanto) y estremeció al anciano con el alarido.

Corajuda, saltó de la cama y prendió la luz: allí estaba el ex-ex-viejo. Como una bolsa de huesos, sentado en la cama, mirándola. Ana no pudo menos que murmurar, entre el asombro y el espanto:

- Pero... usted.

Recién entonces el anciano dió señales de vida. Levantó su artrósica mano derecha y rascándose la cabeza dijo:

- Tuve un sueño terrible -su voz sonaba extrañamente firme, casi juvenil. Y hablaba mirándola fijamente a los ojos.

Sin esperar que Ana preguntara continuó:

- Sentí que estaba sumergido en un líquido denso, tibio y rojizo. Todo temblaba a mi alrededor... era como estar dentro de una bolsa sumergida... algo me apretaba, pero era una presión blanda y yo me sentía cómodo, protegido. Feliz le diría. No sentía mi cuerpo, ni mis dolores, ni la pesadez de mis huesos, ni nada... Tanto es así que en el medio del sueño yo pensé; “estoy muerto”.

Hizo una pausa y suspiró hondamente.

- Pero entonces los temblores empezaron a ser cada vez más y más fuertes, y la presión aquí -dijo señalando la cabeza- se tornaba insoportable. Hasta que de pronto, como en una explosión, sentí que caía en el vacío y una luz intensa lo inundaba todo lastimándome. Y si antes había estado cómodo y tranquilo ahora sentía una mezcla de frío y angustia. Había mucha confusión; sombras que corrían, gritos. Yo sentía mucho miedo y quería salir de ahí. Quería volver a la tibieza de antes... -se interrumpió- ¿Usted alguna vez tuvo un desmayo?

- No -se apuró a contestar.

- Vea, es como un sueño muy intenso y muy dulce. Usted quiere dormir y casi no puede resistirse, pero sabe que si aguanta lo suficiente tal vez pueda evitarlo.

Ana lo miró intrigada por la interrupción. El viejo entendió la inquietud y continuó:

- Bueno, yo sentí en aquel momento que podía aguantar. Pero elegí dejarme ir.

- ¿Y entonces?

- Entonces fue un pandemónium. Me sacudían, me colgaban cabeza abajo, me golpeaban en las nalgas. En medio de los gritos y las corridas, escuché muy nítidamente una voz que decía "no reacciona, no reacciona" y entonces sentí como que salía de mi mismo... -volvió a interrumpirse- ¿y sabe una cosa?

Ana fascinada, negó con un gesto.

- Hubo otra voz...

- ¿Que voz? -preguntó ella ansiosamente.

- Como a lo lejos escuché otra voz que me resultaba sumamente familiar. Preguntaba con una tremenda desesperación:

¡¿qué pasa, doctor?! ¡¿qué pasa con mi bebé?!”

El viejo entonces se interrumpió. Tenia los ojos brillosos.

- ¿Y después? -preguntó Ana con ansiedad.

- Nada. Los sonidos comenzaron a atenuarse, las luces se fueron apagando poco a poco y yo empecé a sentir mis huesos de nuevo. Y finalmente desperté.

Ana se quedo estática, mirándolo con ojos maravillados.

- ¿Qué hago ahora? -preguntó el viejo.

- Nada. Acuéstese de nuevo. Trate de relajarse y duerma -le contestó mecánicamente acomodándole la almohada.

Luego con una cruz, tachó en la planilla lo que había escrito.

Necesito una café” se dijo y salió después de apagar la luz.

Impresionada y temblorosa aún, en la cocina se preparó un urgente café instantáneo y se fumó dos cigarrillos al hilo. Encendiendo uno con la colilla del otro. Terminó el café y miró la hora; cinco menos veinte.

Volvió caminando por los pasillos desiertos, escuchando el solitario retumbe de sus tacos sobre los mosaicos lustrados al querosene. El taconeo se mezcló súbitamente con un presentimiento funesto y empezó a apurar el paso. Azuzada por su propio ruido terminó corriendo los últimos metros. Entró a la carrera en la pieza y sin más encendió la luz: El anciano estaba encogido como un feto. La cabeza colgando desarticulada al borde de la cama. Definitivamente muerto.

Ana fue hasta él, extendió el manojo de huesos en línea recta y le colocó la almohada bajo la cabeza. Luego se sentó en el borde de la cama e inútilmente volvió a auscultarlo. Frunció los labios, negó con la cabeza y dijo:

- Bueno bebé, ahora si mamá estará contenta.

Volvió a anotar con un asterisco en el reverso de la planilla los nuevos datos. Se puso de pié, se rascó una teta mirando el fiambre y bostezó ruidosamente. Luego, cansada, se tiró en la cama y se quedo instantáneamente dormida.

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