Escribiendo una novela on-line

Bienvenidos a la cocina de una novela. Dia a dia, encontraran publicado el refinamiento del material original de mi novela "Santana". Que lo disfruten.

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Location: Las Palmas de Gran Canaria, Las Palmas, Spain

Supongo que me parezco a lo que imaginan de mi mis lectores.

Thursday, April 14, 2005

Capitulo XVII

Frente a semejante entrega, y tanto como para ver hasta adónde llegaba, el Dos decidió estirar al máximo la soga. Saliendo así del sopor de la indiferencia para pasar a una maldad juguetona. Y bien pronto habría de comprobar que la soga parecía irrompible.

Comenzó entonces a disfrutar humillándola, con un trato cada vez mas insoportable. Si al principio empezó leyéndole poesías dedicadas a otro culos o prohibiéndole formalmente besarlo en la boca. Muy pronto se dedicó a escarnecerla sin eufemismos. Diciéndole "deformada", "desproporcionada", "puta" y cualquier otro adjetivo hiriente que le venía a los labios y que le largaba por el solo placer de ver cómo lo tomaba. Para estudiarla con la misma frialdad con que un científico enferma a una rata.

Así los desplantes, en breve, comenzaron a tornarse inauditos. A veces estando en la cama, súbitamente le ordenaba:

- Besáme el culo.

Y cuando ella se agachaba sumisa a cumplir la orden, él, muerto de risa le rajaba un hediondo pedo en la cara.

O sino, creaba una rápida y ficticia atmósfera de ternura y cuando ella intentaba con sus labios ávidos, besarlo en la boca, le azotaba la cara con un violento eructo.

Y así como estos, otros miles de pequeños y creativos desprecios, que lo afianzaban cada vez más en su rol de macho dominante.

Pero estos desplantes casi lúdicos, no eran los que más mortificaban a Ana. Otros le resultaban más crueles. Por ejemplo, una tarde él estaba algo nervioso (por una mina que lo había dejado de seña la noche anterior) mientras que Ana en cambio, lucía eufórica. El dijo algo que la hizo reír y ella entonces comenzó a besarlo repetidamente en la zona que tenía habilitada (la mejilla). El le ordenó que parara, pero ella juguetona prosiguió. Molesto, él intentó correrla, pero ella siguió besándolo. Fuera de sí, entonces él la apartó de un violento empujón.

- ¡Salí de acá! ¡dejá de babosearme, pelotuda! -le gritó.

Después de escenas como ésta, ella pasaba la tarde llorando, mientras él dormía, fumaba y/o leía alguno de los libros que siempre llevaba encima. Como si ella no existiera.


Lo cierto es que Ana andaba echa una piltrafa. En algún momento de lucidez llegó a pensar que, ya que la dulzura y la abnegación no daban su fruto, tal vez debiera apelar a alguna medida de fuerza. Y lo intentó levemente, pero cuando ya era tarde.

Un domingo, por ejemplo, ella atendió el teléfono decidida a decirle que no saldrían. Lo que había ensayado originalmente como una aseveración tajante, terminó siendo una postura tan débil y culposa que no hubiera resistido la menor insistencia por parte de él. Pero lejos de eso, él eligió un tono de sorna para decirle:

- Pero no hay problema... ¿que te creés, boluda? ¿que me muero si no te veo?

Cortaron y ella se pasó la tarde llorando en el nosocomio.

Otro domingo, en el telo, después de haber sido relajada repetidas veces y ver coronada la humillante tarde con una poesía que él le dedicó a otra mina (que no le daba bola), Ana llorando, se animó a sugerir que si él no cambiaba su actitud hacia ella dejarían de verse. La pobre había imaginado que frente a una intimación semejante, él tal vez esbozara algún síntoma de preocupación. Lejos de eso, se le rió en la cara, y le dijo que no pensaba cambiar un carajo y que si lo quería de verdad debía aceptarlo y quererlo tal y cómo era. Que así era el verdadero amor. Que otra cosa era solo egoísmo. Y que si quería un novio de martes, jueves y zaguán, que se buscara un empleado de banco, no un poeta. Derrotada por enésima vez, ella arrugó.

Lógicamente, el motivo por el cual todas sus absurdas estrategias fallaron y fallarían fue que partían de una base errónea (que él tenía algún interés amoroso en la pareja). Así las cosas, sus débiles intentos la hundían más de lo que la ayudaban. Dado que como como consecuencia de sus fracasos, el efecto era el contrario al deseado; él salía más fortificado y ella más dependiente.

Tanto llegó a ser así que luego de una de sus últimas pruebas de fuerza tuvo que empezar a mantenerlo tiempo completo.

Fue una tarde en que recién llegaban al telo. El le dijo algo que la hirió y ella le contestó espontáneamente de mala manera.

- ¿Que hablamos la vez pasada? ¡Se acabó! Ya estoy podrido de tus reproches -dijo él poniéndose de pié-. Me voy y no me ves más. ¡se acabó carajo! Si no me aceptás como soy y no te bancás mi forma de ser, al carajo. No nos vemos más y listo -terminó comenzando a vestirse con aire contrariado.

Ana lo dejó hacer unos instantes, pero viendo que la cosa venía en serio, con un hilo de voz le pidió que se quede. El se negó con un gesto agrio y continuó vistiéndose. Ella le dijo que nunca más le iba a decir nada. El siguió sin contestarle. Ella comenzó a llorar. Cuando él terminó de vestirse ella se abalanzó sobre él para detenerlo:

- Por favor... perdoname -le suplicó ella.

El la apartó y le ordenó tajante:

- Si querés que te perdone ponete de rodillas.

- No... ¿estás loco?

- Ponete de rodillas.

- Pero pichi... dejate de pavadas, vení -le dijo ella tratando de llevarlo hacia la cama.

- Ponete de rodillas. -Insistió él quitándose la mano de ella de encima.

- No...

- Entonces, chau -dijo él manoteando el picaporte.

Antes de que abriera la puerta, Ana ya estaba de rodillas.

El sonrió, soltó el picaporte y sacó la pija afuera. Ana, siempre arrodillada, se la empezó a mamar. Excitado por esa actitud servil, la montó por atrás y le echó un bestial polvo por el culo (que la hizo gritar más que nunca).

Esa misma tarde viendo que tenía poder como para pedirle que se tire al río, decidió hacerse mantener. Para lograrlo, le bastó con deslizar que si no lo hacía, se vería obligado a aceptar una changa que le habían ofrecido, para atender una boletería del hipódromo los domingos a la tarde. “Así es que vamos a dejar de vernos”, dictaminó él sin pestañear. “Yo no puedo seguir así, sin un peso”.

Desesperada y quebrada, totalmente en la lona, ella consintió en pasarle una mensualidad (“la mitad es lo justo, ¿no te parece?, ninguno gana más que él otro”, propuso justiciero él). El poeta consiguió así, finalmente, el primer trabajo de su vida; trabajaba de novio.

Gracias a eso, Ana ganó una tranquilizadora certeza: podría faltarle cualquier día, pero el domingo siguiente al quinto día hábil no habría nervios, allí lo tendría, seguro.


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