Escribiendo una novela on-line

Bienvenidos a la cocina de una novela. Dia a dia, encontraran publicado el refinamiento del material original de mi novela "Santana". Que lo disfruten.

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Location: Las Palmas de Gran Canaria, Las Palmas, Spain

Supongo que me parezco a lo que imaginan de mi mis lectores.

Tuesday, April 12, 2005

Capitulo XVI

¡Ay de las regaladas y regalados! Derrochan un amor empalagoso que no interesa a nadie. Ofrecen por nada, sofocadoras cataratas de cariño que son inexorablemente despreciadas por los amados de ocasión. Pobres seres, que trastornados por la dependencia, ponen un valor nulo a sus propias personas. Y ese valor nulo es justamente lo que sus amados terminan pagando por ellos.



Ana había sentido esa espantosa dependencia muchas veces, pero no había capitalizado sus experiencias. Ocurría en realidad, que tantos fracasos sentimentales habían terminado por convencerla de que, en la vidriera del amor, ella lucía un cartelito de $ 9.99. Y el correr de los años, acentuaba entonces su condición de regalada-perdedora.

Se sentía predeterminada de antemano por el destino. Comenzaba sus relaciones pensando que, más tarde o más temprano, sería abandonada y despreciada. Y maravillosamente se le cumplía.

Apenas sentía algo parecido al amor, disparaba en forma inconsciente el angustiante e infalible mecanismo del abandono. Mecanismo que consistía en dejar de ser ella misma para asumir roles que la transformaban en su propia caricatura. Se volvía cargosa, artificial, obsecuente e indigna. Adjetivos estos, que sumados, provocaban en sus parejas soberbias ganas de tomarla de forra.

Ana siempre había pensado (a la luz de su frustrante experiencia) que si ella hubiera logrado comportarse con sus machos como lo hacía con los tipos que no le interesaban, sin duda, otro habría sido su destino. Pero ella no manejaba el mecanismo del abandono. Era algo que le surgía de adentro y era más fuerte que ella. Para no admitir su propio fracaso, ella prefería pensar que no tenía suerte. Que tanto ella como el amado de turno, eran meros títeres en manos del destino; ese hijo de puta que la quería soltera.


Más que como de costumbre, con el Dos todo comenzó de maravilla. Comenzaron a verse día por medio y a instaurar una rutina que consistía en tomar un café en cualquier boliche del centro, caminar un poco y luego ir a retozar a la cueva de vampiros de la calle San Lorenzo.

Pero desde el primer momento en que comprendió que el Dos le gustaba y mucho, Ana comenzó a sentirse dependiente y estúpida. A sentir vergüenza hasta de cagar, a demostrar demasiado; a comprarle regalos porque sí y a atosigarlo con un comportamiento de enamorada cargosa. Era la máquina que había echado a andar. Se sentía tan boluda que no podía entender cómo él no la abandonaba. Y así empezó tempranamente, a vivir con el corazón en la boca. Temiendo en cada cita, que fuera la última.

En realidad no tenia demasiado motivo para preocuparse, por el momento. No porque el Dos la amara, o estuviera mínimamente entusiasmado. Sinó por su típica "filosofía" de pibe de barrio. Filosofía que podía resumirse en una de sus frases de cabecera:

- Siempre hay que tener aunque sea un kilo de bofe colgado del gancho -decía ante la aprobación de sus amigos.

Y a partir de que era poco probable que en el corto plazo consiguiera un bofe mejor, Ana podía estar medianamente tranquila. Además ella no era solo un kilo de bofe, lo calentaba y mucho. Tenía ese par de tetas divino y en la cama era desinhibida y experta. Y por si eso fuera poco, ese metejón que ella le demostraba, lo hacía sentir como que la tenía a su entera disposición. Totalmente entregada. Y esa idea de la entrega sin concesiones le calentaba, más aún, su sádica croqueta.

Muy pronto entonces, se definieron los roles (tácitamente sugeridos por Ana). Ella eligió "boluda" y a él le tocó "hijo de puta".

Pero la cosa bien podría haber sido al revés. Porque en realidad, ambos se parecían. Fueron esos primeras actitudes suyas de regalada las que definieron el juego. Una vez echados a andar, los sentimientos de ambos formaron un sistema perfecto de retroalimentación: Por un lado él, por falta de autoestima, no podía querer a nadie que lo amara tan desmesuradamente. El amor de Ana entonces, le generaba rechazo y ese rechazo, a su vez, ocasionaba en Ana locas ganas de amarlo (dado que ella tampoco tenía autoestima y consideraba lógico que él la despreciara). Así las cosas, cuanto él más la despreciaba, ella más lo amaba y consecuentemente él más la despreciaba y ella más lo amaba y así hasta el infinito.

Prontamente se instaló así en su trato cotidiano, una aburrida indiferencia por parte de él y una humillante obsecuencia, por parte de ella. El no le daba la menor pelota y ella vivía pendiente de él.


Abusador, al mes nomás de salir le dijo con un tono taciturno:

- Mirá Ana, tengo que decirte algo.

Estaban en el telo. Aquella tarde él había estado especialmente frío y distante. "Me larga", pensó ella horrorizada. Y casi sin aliento pronunció un desfalleciente y expectante:

- ¿Que, mi amor?

- En realidad son dos cosas. Una derivada de la otra.

- Si... -con un hilo de voz.

- Ya te dije que voy a crepar antes de los treinta anos y...

Ana lo interrumpió al borde de las lágrimas.

- ¿Pero seguís con eso?¿Cómo que te vás a morir?

- Si, ya te lo expliqué -dijo con desgano. Y viendo que se largaba a llorar, le gritó encolerizado

- ¡Y no llorés, pelotuda!

- Pero que querés... -intentó explicarse ella.

- No me interrumpás cuando te hablo -la cortó- como te dije, tengo ese presentimiento. Y por ende tengo, en el poco tiempo que me queda, que ocuparme de dos cosas fundamentales...

- ¿Dé qué? -sollozó Ana desesperada.

- De mi obra poética y de vivir intensamente el resto de mi vida.

"Vivir intensamente" significaba literalmente que quería ocuparse de otras minas. Ana así lo entendió y se quedó muda. Le hubiera gustado decirle que se fuera al exacto carajo, pero se sentía tan dependiente que se quedó callada. Llorando con cara de teledramón. De amadora sufriente. De regalada al fin.

Viéndola totalmente en la lona, él la remató.

- Así que...

"Ahora si que me larga", insistió mentalmente ella e incrementó la intensidad del llanto en varios mocos por segundo.

- ¿Así que, qué? -balbuceó.

- Que no vamos a poder vernos tan seguido.

- ¿Y?

- Que de ahora en más solamente nos vamos a ver los domingos a la tarde.

Cuando escuchó esto, Ana, súbitamente dejó de llorar. Lo miró para ver si no mentía y luego suspiró aliviada. Ella esperaba lo peor y casi se sorprendió contenta frente a su propuesta. Después de todo, que quisiera verla los domingos implicaba todavía algún interés en ella.

El por su parte razonaba que de esa manera, tendría absoluta libertad para buscarse otras minas. Y los domingos a la tarde, habitualmente tan aburridos, podría pasarlos garchando gratarola (ella pagaba el telo) y alimentando su ego con las adulaciones de Ana. Eso siempre y cuando no tuviera otro fato, en cuyo caso siempre podría dejarla de seña. Era pícaro, el guacho.



Pese a la charla del telo, al principio él continuó con la rutina de visitarla tres veces por semana. E inclusive no volvió a hablar más del asunto. Tanto es así que durante unos días, Ana tuvo la ilusión de que hubiera sido una "pavadita" que se le había ocurrido a su febril mente de artista. Pero, para su mal, se equivocaba. Lo que sucedía, en realidad, era que en esos días el abusador cumplía años y temía que si ejercía inmediatamente su condición de liberado el monto del regalo menguaría.

Razonó correctamente. La pobre enamorada, pensando que con un buen regalo se le terminarían de ir esas "ideítas", invirtió no solo su sueldo, sino la mitad del que cobraría al mes siguiente.


La noche del cumpleaños, como nunca, el pasó puntual por el hospital. Durante la cena (pagada por ella) Ana extrajo de su carterita de plástico negro un estuche de reloj.

- Chatito y con maya de cuero. Como me dijiste que te gustaba.

El se puso tan contento que hasta le dió las gracias y un beso en la frente.

Luego y ya en el telo, le dijo misteriosa:

- Y tengo otra sorpresa.

- ¿Qué? -preguntó él con la mirada iluminada de codicia.

Ella se estiró hasta la carterita que descansaba en la mesa de luz y extrajo una bolsita de cuero con membrete de una joyería.

- Cerrá los ojos -le ordenó.

El obedeció sonriendo. Ella volcó sobre su palma abierta dos cadenitas de oro con sendas medias-medallas del mismo vil metal.

- Abrí ahora.

El abrió los ojos y cuando vió que eran dos medias-medallas, su cara varió del enojo a la alegría. La razón de la variación fue que primero pensó con fastidio "esta boluda me quiere cazar", pero al instante sopesó las medallas y calculando rápidamente su valor, sonrió y dijo:

- ¡Que lindo gesto!¡que buena idea!

Melosa, ella aclaró.

- Faltan grabar nuestros nombres. El muchacho que me las vendió me dijo que tardaban una semana. Pero como yo quería que las tengamos hoy, le dije que me las diera así.

- No te preocupés, vida. Y dame la tuya también. Dejá por lo menos que yo me ocupe de grabarlas -propuso el traidor.

- Bueno pichi -dijo ella feliz, buscándole la boca para besarlo. Pero él, que siempre le sentía gusto a semen, corrió la cara y le ofreció la mejilla.



Después de aquella noche, comenzó, tal y como lo había anunciado, a aportar solamente los domingos. Inclusive y para no tener que varearla ni perder tiempo, el desalmado la citaba directamente en la entrada de la cueva de vampiros de la calle San Lorenzo. Y ella, entregada, iba.

Por supuesto que las medias-medallas no aparecieron jamás. El cretino primero adujo "me las dan la semana que viene" y al cabo de varias semanas, débilmente acorralado por Ana, aseveró con fingida indignación que "el amigo" lo había cagado. La infeliz tetona intuyó lo que había pasado con el símbolo de su amor, pero prefirió creerle. No le importaban en realidad las medias-medallas. Estaba en otra. Era una adicta que toleraba cualquier cosa con tal de recibir su dosis de mal-amor.

Ya restringida a los domingos se afirmó patéticamente en su rol de desgraciada. En sus noches insomnes, de guardia en el hospital, ponía una mirada dolorida en el infinito y cantaba llorando a moco tendido; "que es lo que tiene él, que no me mima ni me quiere como antes...".

Comenzó, entonces, no ya a sufrir por amor, sino (lo que es mucho peor) a regodearse en su papel de víctima. El destino, ese hijo de puta, sonreía.


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