Escribiendo una novela on-line

Bienvenidos a la cocina de una novela. Dia a dia, encontraran publicado el refinamiento del material original de mi novela "Santana". Que lo disfruten.

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Location: Las Palmas de Gran Canaria, Las Palmas, Spain

Supongo que me parezco a lo que imaginan de mi mis lectores.

Saturday, July 16, 2005

Capitulo LXII



Predomina la desdicha, es así. Entre la alegría y la tristeza, gana siempre la congoja: a Ana, que tenia el amor de cientos de monstruos, la muerte de unos solo de ellos la dejaba totalmente abatida.

Entregada al amor como estaba, cada fallecimiento le representaba una desgarradora viudez. Y así aquella cualidad de enamorarse de todos, termino siendo por obra del destino su verdadero martirio.

Desde el fallecimiento de Rubencito, para colmo, las muertes se sucedían con demasiada frecuencia y Ana no llegaba a reponerse de una, que ya se producía otra. Y así su extraño proceso de envejecimiento, prematuro y veloz, proseguía implacablemente, su curso.


El segundo en irse a Marte fue el propio Herberto. Falleció apenas unos meses después que Rubencito, y la suya fue una muerte maravillosa, dado que palmó fifando.

Murió rápido y feliz. En pleno orgasmo, puso los ojos en blanco y se derrumbó de nuca sobre el lecho. No alcanzó a decir nada, pero partió con una elocuente sonrisa en los labios. Como si esos ojos en blanco hubieran visto bajar el plato volador que capitaneado por Rubencito lo llevaría a Marte.

Su expresión irradiaba tanta paz y felicidad que Ana percibió, en ese gesto, la magnitud descomunal de su obra. Allí estaba resumida perfectamente su obra; una sonrisa como la de Herberto en una cara como la de Herberto.

Varios de los mogólicos tomaron luego el atajo de la muerte y Ana pensaba, con temor, que todos tenían la misma probabilidad; Oscarcito incluído. Ese era su mayor recelo. Dado que no creía lograr reponerse de su muerte. Pero Oscarcito, gracias a Dios, le duraba.

El que no duró demasiado fue Alfredito. Un sábado al mediodía se encerró en un de los fastuosos baños de su fastuosa casa y ya no volvió a salir vivo de allí. Los padres se apresuraron a romper la puerta (había cerrado por dentro) cuando notaron que llevaba once horas encerrado. Cuando lograron entrar lo encontraron yerto, sentado patéticamente en el inodoro, con una mano aferrada, todavía, a su mogólica poronga. Según el médico de la familia, Alfredito, había expirado por agotamiento.

El poderoso padre, agradecido por la alegría que había observado en esos últimos años de su hijo, le donó a Ana la propiedad, para que pudiera continuar con su obra. Y solo pidió que su hijo pudiera ser enterrado en el jardín de ese casa donde había sido tan feliz.

El día del entierro y con cuidada discreción, llevaron a un cura y a un peón de pico y pala. Este último cavó una fosa en el fondo del terreno, detrás del alambrado y luego el cura bendijo el agujero. Cuando lo pusieron al bobo en la tumba, todos derramaron alguna lagrimita emocionada. Finalmente lo taparon y sobre el montículo de tierra colocaron una cruz y una chapita que decía simplemente “Alfredito”. Ana pidió permiso y concedido este, le agrego “y Ema” y la sepultura lució como la tumba de un gran amor.

Por último, la madre de Alfredito, de impecable vestido negro y lentes al tono, ordenó colocar, junto a la cruz, un prometedor rosal color té. La idea concebía dos lecturas. La primera y más práctica, que la tumba siempre tuviera flores y la segunda y más espiritual, que Alfredito reciclara en la vida a través de ellas. Alfredito volvería así como una exótica rosa color té.

Tiempo después, Ana comprobó con sorpresa que algo de eso hubo. Porque curiosa y rápidamente, el rosal se inundó de pimpollos. Y de los pimpollos color té nacieron finalmente, unas flores de un aspecto laxo y deslucido; como si fueran bobas.


Es real que aquellas primeras muertes (sobre todo las de sus monstruos originales) fueron las que más la golpearon. Pero las otras tampoco le resultaron fáciles de sobrellevar. Cada muerte tenía su particular carga de dolor y cada recuerdo traía un llanto distinto pero todos desgastaban igual. El espejo, así lo mostraba. Muy pronto, (en solo un año y medio) Ana tuvo el pelo totalmente blanco y un andar cansino. Y aquel prodigioso envejecimiento suyo, no afectaba solo a su cuerpo, sino también a su alma: Su mirada comenzó a irradiar una permanente y angustiante sensación de tristeza.

Tuesday, July 12, 2005

Capitulo LXI




Pero la obra le mostró a Ana, demasiado pronto, un costado insoportablemente doloroso: el costado de la muerte.

El primero de todos en partir, fue Rubencito: Un día no lo llevaron ni tampoco al siguiente. Al tercer día Ana, con el corazón en la boca llamó, a su casa y se enteró de que había muerto. Simplemente lo habían encontrado por la mañana, tieso en su canastita. Había palmado, tal vez, sin enterarse de que moría.

A Ana la tomo tan desprevenida que creyó que moriría de la pena. Y aquella misma tarde, cuando reunió a sus monstruos y les avisó, se desató una pequeña pero conmovedora tragedia: porque todos comprendieron, brutalmente, que amaban a ese pobre ser, monstruoso e indefenso, con el que habían compartido tantas cosas.

Y curiosamente el más afectado resultó ser el macrocéfalo. Andaba sin consuelo, de un lado para el otro y verlo llorar así, tomándose la enorme cabeza con sus manos diminutas, partía el alma.

A media lengua y con sus ojos pequeños y enrojecidos le reprochó a Ana:

- ¿Podqué no se apudadon dos madcianos? ¿Eh, podqué?

- ¿Y en qué hubiera cambiado? -le preguntó Ana, dolorida.

- Que si los madcianos me venían a buscad, yo me do iba a llevad conmigo... ¡me do iba a llevad conmigo! -Gritó angustiado.

Y su tristeza era tan conmovedora, que Ana entonces le dijo la verdad.

- Herberto...

- ¿Que?

- Es mentira que Rubencito murió...

- ¿Cómo que es mentida? ¿Cómo que es mentida? ¿No se mudió, entondces? -preguntó sorprendido bajando las manos.

Ana negó con un gesto y dijo, muy bajito:

- No. No se murió... -y mirando a todos lados le recomendó- no digas nada, pero me contó la mama que cuando estaban durmiendo, escucharon un zumbido muy fuerte, muy fuerte. Se asomaron, entonces a la ventana y... ¿a que no sabés que vieron en la terraza del vecino?

Herberto, fascinado con la historia, movió la cabeza negativamente. Ana abrió muy grandes los ojos para exclamar:

- ¡Un enorme plato volador!... Todo lleno de lucecitas de colores que giraban y giraban...

- Ohhhh -exclamó asombrado Herberto, secándose las lagrimas.

- Si. Y entonces se abrió la puerta de la nave y se bajaron dos marcianos; cabezones como vos y vestidos con un traje rojo brillante...

- ¿Si? ¿Si? -preguntó con los ojos dilatados y la boca en o.

- Si y luego gritaron con una voz bien fuerte: “¡Somos madcianos y venimos a buscad a Dubencito y a Hedbedto!”

- ¿A mi también? ¿En sedio, que pdeguntadon pod mi? -preguntó eufórico, Herberto.

- Pero si. Te digo que si. Me lo dijo la mamá -justificó.

- ¿Y entonces? -ansioso.

- Y bueno, entonces entraron a la casa y se lo llevaron a Rubencito. Con canastita y todo. Lo subieron al plato volador y despegaron y el plato se perdioooooo, giraaaaando en el cielo... -hizo un silencio y con un nudo en la garganta Ana agregó- Me contó la mamá que estaba dormido cuando se fue.

- !Con dazon no me vino a buscad a mi! -dedujo felíz Herberto. Ana se apuró a darle la razón.

- ¡Pero claro!... Pero cuando se despierte seguro que les dice y te vienen todos a buscar...

- ¿En sedio, Ana? -dijo Herberto sonriendo y agarrándose la cabezota con sus diminutas manos.

- En sedio...-lo imitó ella, sonriendo tristemente-... ¿yo te mentiría?

- No clado...-y, como si fuera obvio, exclamó feliz- ¡se fue! ¡se fue a Madte!... ¡que atodante ese Dubencito! ¡ya lo voy a agadad aya entondces!

- Pero claro... ¡claro que si!... -le aseguró Ana e inesperadamente se levantó gritando- ¡tengo que ir al baño!

Corrió al baño, cerró bien la puerta y se largó a llorar.

Si bien era indudable que esa terapia de amor correspondido había estirado más de la cuenta los días de muchos, todos estaban condenados. Sus precarios organismos, como globitos de carnaval puestos al sol, estallaban en el momento menos pensado.

Y aquella muerte, la de Rubencito, fue la inaugural de una desgarradora sucesión de muertes entre los monstruos. Y fue también la que marco el inicio de un fenómeno insólito y preocupante; el envejecimiento prematuro y vertiginoso de Ana.

Aquella misma tarde (cuando oculto su llanto de Herberto), Ana vio en el espejo gastado de su baño como, ante sus ojos enrojecidos y asombrados, una mechón de sus cabellos se volvía instantáneamente blanco.

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