Escribiendo una novela on-line

Bienvenidos a la cocina de una novela. Dia a dia, encontraran publicado el refinamiento del material original de mi novela "Santana". Que lo disfruten.

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Location: Las Palmas de Gran Canaria, Las Palmas, Spain

Supongo que me parezco a lo que imaginan de mi mis lectores.

Saturday, April 09, 2005

Capitulo XIII

Sobre las ocho de la noche, Ana se daba aún los últimos retoques. Llevaba puesto el mismo vestido que usó en el civil de María. Y ayudada por su ego, miraba contenta su imagen en el espejo. Se veía imponente, seductora: una auténtica guacha divina. Eso la puso de excelente humor. Miró su relojito pulsera y decidió asomarse para ver si su pretendiente había llegado. Espiando con cuidado de no ser vista, comprobó que todavía el candidato no aportaba. Así las cosas camino hasta la esquina para ver si venía, aunque fuera a lo lejos. Pero nadie como él se desplazaba por las innumerables intersecciones de su barrio saturado de diagonales.

- ¿Quién mierda se cree que és este, para hacerme esperar? -se dijo, largando un eructo ácido que le recordó los fideos del mediodía.

Ya volvía a entrar cuando, como una aparición, después de un pestañeo lo vió venir. Sonrió y levantó la mano para contestar a la mano que ya agitaba el aire para saludarla. Y poniendo el índice de una mano perpendicular a la palma de la otra, lo detuvo pidiéndole un minuto. El quedó entonces en la esquina de la avenida y ella haciéndose la mariposa se metió raudamente en la cueva de sus viejos.

En la cocina, vacío por la ausencia de fútbol en el televisor, su padre escuchaba lánguidamente un tanguito amargado. Mientras mirando el vacío succionaba uno de esos mates endulzados con sacarina que su mujer le cebaba en la media luz difusa del atardecer.

Entrando como una tromba, Ana le quitó a su padre el mate que tenía a flor de labios y se lo tomó de una sola succión.

- ¿Donde vas? -inquirió su madre.

- A dar una vuelta, mami -contestó con un dejo de fastidio, al tiempo que manoteaba apurada la carterita de plástico negro que descansaba sobre la mugrienta heladera.

Balanceando las ubres, Ana fue al encuentro de Manuel Dos (a quién de ahora en más y por economía de palabras, llamaremos simplemente "Dos") sabiéndose filmada. Ya frente a frente sonrieron y besándose en las mejillas, comenzaron a caminar por la avenida.

- ¿Adonde vamos? -preguntó Ana, armada con una sonrisa que de ahí en más luciría con carácter permanente.

El Dos que andaba cortado, se hizo el sensible y dijo.

- ¿No te parecería adorable a esta hora charlar frente al río y las islas?

- Si, amo el río al atardecer -consintió Ana, que entusiasmada lo miraba y se decía que estaba mejor que en su recuerdo.

Cruzaron el Boulevard Rondeau y por Nansen le dieron hasta J.C. Paz, donde doblaron hasta Olivé para entrar al parque por el Hospital de Niños. La noche se descolgaba, mientras ellos caminaban y charlaban de boludeces propias de los que no se conocen y tratan de impresionarse. Se pasaban el mismo cigarrillo y se reían de cualquier pavada, como fumando un porro. Tenían buena onda y la sentían; él era Humprey Bogart y ella Marilyn Monroe.

Sin darse cuenta llegaron hasta los barandales que dan al arroyito de la vieja Estexa. El Dos sabiendo que la noche pega más fuerte por ahí, descartó rápidamente el río y propuso quedarse para fumar acodados en la baranda. Como se quedaron sin fasos levantaron un par de colillas largas del piso y las prendieron riendo, con complicidad. Como en las telenovelas.

Luego de un rato de charla animada, se les hizo un silencio espeso. Llegaba la vertiginosa hora del beso y las palabras salían rebuscadas y falsas, a taparlo.

- Que bien se está acá -decían y con el olor a muerte del agua se estaba para el culo.

- Que lindo es el río -aseveraban mirando el agua turbia y espumosa del arroyito que día tras día contaminaba la empresa empleadora de las obreras mas imponentes del mundo.

A veces sonreían de nada o se chocaban los comentarios en el apuro por romper el turbador silencio.

Ana apoyaba las tetas sobre el cemento pelado de la baranda y él se hacía el que contemplaba el arroyo, pero miraba otra cosa. Ella estaba en pendeja virginal; hacía mohines y largaba boludeces caprichosas, con tono de nena mimada. Mientras él para la ocasión elegía, como ya dijimos, un rol de tipo de duro al estilo Bogart y largaba frases de tipo que está de vuelta. Aspiraba con eso a impresionar a la virginal tetona. Curiosidad de los roles y costumbres: él, que había cogido bastante menos de lo que hubiera querido, se hacía el cogedor y ella que tenía kilómetros de pijas encima la iba de 0 Km. Pero en fin; les gustaba la novela y querían creérsela. Y es sabido que no se necesita la verdad para creer.

En el arroyo, los peces agitaban el agua con movimientos súbitos, revoloteando cerca de ellos como perros pidiendo comida.

Y la noche transcurría entre mentiras e impostaciones:

- Para mi el amor es la meta -declamaba ella, ante la mirada falsamente atenta del Dos, que por su parte aportaba su cuota de cursilería y lugar común:

- Y yo ya estoy cansado de relaciones de utilería... -y para impresionar más aún-...estoy como cansado del amor sin amor, ¿no sé si me entendés?

Ella, montada sobre la ola romántica posó la mirada en el infinito y sin que se le mueva un pelo, largó:

- No concibo como puede haber gente que haga el amor solo por hacerlo. Sin sentir nada por el otro. ¡Es espantoso! -y como buena falsa lo dijo con convicción.

- Si, es como tomar agua sin sed -coincidió él en una patética metáfora.

Los peces asomaban la cabeza de la superficie negra y abrían la boca. Sus ojos redondos lucían asombrados contemplando las gomas de Ana.

El, para tapar su estúpida comparación, se apresuró a decir:

- Es espantoso... la sensación de vacío que viene después es insoportable. Mirá, dan ganas de tirarse por la ventana...

- Me imagino -otorgó ella en el colmo de la falsedad.

El pareció a punto de agregar alguna boludez adicional, pero se interrumpió súbitamente. Estaba por aplicar uno de sus remanidos trucos besuqueadores. Mirando el cielo por sobre la cabeza de Ana, dijo con ojos sorprendidos:

- ¡Mirá! -señalando con el dedo un dudoso punto en el espacio.

Ana se volvió rápidamente.

- ¿Dónde? -preguntó mirando inútilmente en todas direcciones.

- Pucha, te la perdiste -dijo él, con falso pesar.

- ¿Que cosa?

- Una estrella fugaz.

- ¡Hay, que hermoso! -exclamó Ana, siempre en su rol de romanticona.

- Tenemos que pedir tres deseos, ¿no te parece? -preguntó él.

- No, vos que la viste tenés que pedirlos -corrigió Ana.

- Bueno, pero yo no necesito tres, con uno solo me alcanza. Así que permitime que te obsequie dos -explicó, mirándola intensamente. Como preparando el terreno.

Ana, que sabía muy bien lo que seguía puso cara de circunstancia, agradeció los dos deseos y preguntó colaborando con la farsa:

- ¿Se puede saber qué es eso que tanto deseás?

Algunos pececillos saltaban sobre el agua.

- Lo que yo deseo es algo extraño...

- ¿Porqué extraño? -preguntó ella realmente intrigada.

- Porque solo si cerrás los ojos lo vas a poder ver -explicó él intrigante.

Ella cerró los ojos, le acercó la cara hasta casi tocar la suya y preguntó de nuevo:

- ¿Qué es?

- ¡Esto! -dijo él encajándole un repentino y apasionado chupón.

Ella se dejó abrazar y abrió la boca para recibir esa lengua que maratónicamente le recorrió encías, espacios intermolares, arreglos, extracciones y amígdalas. Para finalmente terminar anudándose en moño con su propia, áspera y enorme lengua.

Se chuponeaban con avidez. Desesperadamente. Con chupones afiebrados. Delatores de la calentura descomunal que cargaban. Se despegaban solo para lamerse la cara y chuparse las orejas o los cuellos: eran dos babosos del órdago.

Y mientras la parejita romántica y soñadora hervía contra el barandal, los peces saltaban cada vez mas altos. Un moncholo de regular tamaño, por ejemplo, saltó hasta rozar la mano de Ana, que interrumpió un chupón para decir:

- ¡¿Viste qué hermoso?! -pero enseguida fue callada por la hiperactiva lengua del Dos. Que mientras la chuponeaba deslizaba el brazo como un reptil hasta su gigantesca teta derecha. Ella, con los ojos cerrados en éxtasis romántico, hacía la que no se daba cuenta. La mano de él se posó sobre la teta, primero suavemente (como tanteando la reacción) y cuando vió que no pasaba nada comenzó a acariciarla con ansiedad, recorriéndola y apretándola.

Para cuando el Dos comenzó a bajarle la blusa, ella ya estaba en otro mundo. Su promesa de no entregarse de primera moría irremediablemente, ahogada en un caliente mar de adrenalina. Tanto es así que llegó al extremo de guiarle la otra mano bajo la blusa para quedar agarrada de las dos tetas (así se calentaba parejo). El entonces dejó de chuponearla para sacarle una de las gomas afuera y abalanzarse desenfrenadamente sobre la glándula, como un frenético lactante.

En el preciso instante en que aplicaba su boca sobre el pezón de Ana, un pez más grande que todos los anteriores, saltó del agua y como una flecha (con la boca abierta en forma de "o" y las agallas abiertas) se prendió también del generoso pecho. Ana horrorizada, lo desprendió y lo arrojó al agua, pero ya otros dos peces saltaban y se prendían también de la goma y luego otro y otro y eran cada vez mas grandes los que salían a chupar.

En pocos instantes el agua fue un hervidero. Y mientras Ana se arrancaba los pescados, el Dos indiferente a todo chupaba, lamía, mordisqueaba y trataba absurdamente (como todos sus predecesores) de meterse la totalidad de la teta en la boca. Apartando mecánicamente a los pescados, como si fueran mosquitos. Sin conciencia de lo que ocurría. Dopado de calentura.

Recién reaccionó cuando un surubí de unos veinticinco kilos saltó sobre la goma y le pegó en la cabeza.

- ¿Eh, qué carajo pasa? - preguntó con voz ronca, volviéndose hacia el riacho. En la superficie negra del agua, unas burbujas gigantescas emergían salpicando todo el barandal e inundando la vereda.

Los dos entonces dejaron de apretar para, premonitoriamente, retroceder unos pasos sin quitar la vista del riacho. Las burbujas en la superficie eran cada vez más enormes y sus ojos miraban el agua dilatados de horror. Hasta que un temblor de terremoto sacudió el piso y un silencio espeso e insoportable dió paso al estallido de las aguas, que se abrieron súbitamente entre gigantescas olas, dejando emerger la brutal cabeza oscura de un cachalote del tamaño de un colectivo de ruta, que como un delfín saltó por el aire cayendo pesadamente y destrozando en su caída el barandal y la vereda. Para quedar con medio cuerpo afuera del agua, sobre la vereda.

Con una mirada torva en sus ojos laterales y entre mugidos ensordecedores, la colosal criatura, hacía fuerza con su gigantesca cola, tratando de trepar sobre la calle para apretar entre sus mandíbulas incrustadas de plancton y musgos de las profundidades los pechos más enloquecedores de la creación.

Ana y el Dos corrieron como locos por las calles vacías, en cualquier dirección. Hasta que el cansancio venció al horror seis cuadras después. Curiosamente sobre la puerta del único telo de la zona.

Se miraron inquisidoramente entre jadeos y se metieron un instante después, sin mediar palabra. El no tenía un mango, pero le pareció prudente hacerse cargo de la situación sin preguntar como andaba ella de efectivo. Como siempre en esos casos se desprendió el reloj pulsera y fue hasta el conserje. El tipo miró bien el reloj y metiéndolo en un cajón, dijo que si.

Capitulo XII

El domingo siguiente a la boda, Ana atorró hasta el mediodía. Y cabe destacar que no fue despertada por el griterío histérico del relator del partido de fútbol que miraba su padre, sino por el olor de la salsa que cocinaba su madre.

Los fideos amasados eran una institución en la casa de Ana. Los venían comiendo religiosamente domingo tras domingo y de generación en generación. Desde la raíz de su arbusto genealógico hasta su madre, todas las mujeres de su familia los preparaban tal y como Ana aspiraba preparárselos algún día a cualquiera que le facilitara el apellido.

Los fideos eran, no solo una costumbre, sino algo que Ana desde su dimensión de angurrienta valoraba como una bendición. Cuantas veces en medio de una depresión Ana iluminó una esperanza con los fideos del domingo. Era seguro que si un día decidía suicidarse, no sería un sábado. Sería un domingo por la tarde. Cuando el placer hubiera dejado lugar a una aletargada siesta de modorra digestiva y solo tuviera por delante las horas más temidas por los seres depresivos; las horas del domingo. Esas horas donde la nada se quita sus ropaje de trajín rutinario y aparece obscenamente en pelotas.

Su madre era muy parecida a ella o viceversa. No solo físicamente sino en una serie de hábitos, pequeñas virtudes y descomunales defectos, entre los cuales brillaba con luz opaca la dejadez.

La dejadez había caracterizado los últimos diecisiete años de la madre de Ana, al extremo de ser despectivamente conocida en el barrio como "la dejada esa".

Su negligencia se hacía palpable en pisos, cortinas, vidrios, muebles, ropas y en general en todo aquello, cuya conservación, dependiera de "la dejada esa".

Es justo aclarar, no obstante, que si bien nunca fue un obsesa por la limpieza, de joven mal que mal mantenía la casa. Su dejadez no encontraba origen, como en otras dejadas, por simple ineptitud o elemental vagancia, sino por una postura cuasi filosófica, existencial diríamos. Postura ante la vida que "la dejada esa" concibió una tarde, precisamente mientras se aprestaba a lavar los platos.

Estaba sentada sola en la cocina y tenía por delante una pila de platos que esperaban con paciencia. En el lavadero aguardaban también las ropas de su marido y su hija. Los pisos estaban rayados y algunos pantalones necesitaban zurcidos. Acababan de comer fideos para festejar su cumpleaños número 38 y debería también levantar la mesa. En las piezas, a pata suelta, apoliyaban su hija y su marido la modorra de los fideos.

Desde siempre los cumpleaños la deprimían. Ella suspiró y se miró las manos regordetas reventando bajo la piel tirante, luego se miró las piernas, el abdomen, las tetas, los brazos y se dijo, con absoluto realismo, sin un viso de autoflagelo; "estoy hecha un escracho". Y lo asumió, pero no pudo evitar sentirse como el culo.

Inevitablemente repasó esos años crueles que la habían dejado así y eran una sucesión descolorida de pavadas. Había hecho, supuestamente, todo lo que debía; se había casado, había atendido a su marido, había criado a su hija y hasta había renunciado a algunas cositas sin importancia por ellos (soñaba ser cantante de tangos). Y ahora pensaba ¿cuál era la recompensa?: esa sensación permanente de desasosiego, de nadidad, de tiempo perdido, de vida disipada en el peor de los vicios; el aburrimiento. De un continuo ayer-igual-a-hoy-igual-a-mañana. Y comprendió que no había vivido, que la vida solo había pasado a través de ella. Que la había atravesado como atraviesa un rayo de luz una figura de humo. Tuvo la sensación de haber pasado la vida sin moverse. Como detenida frente a una calesita que en vez de caballitos y unicornios, traía pilas de platos sucios, una mesa servida, un marido que sale a trabajar, una hija que va a la escuela, una máquina de coser, una escoba, un trapo de piso... y otra pila de platos y otra mesa servida.... y siempre las mismas cosas. Siempre la misma letanía monótona en ese carrusel sin sortija. A los treinta y ocho años comprendió todo, pero era tarde. Su vida ya estaba perdida, desperdiciada en obligaciones boludas. No había futuro y del pasado mejor no acordarse. Había trabajado en una obra que se derrumbaba todos los días. No había modo de contemplar algo. No quedaba nada.

Fue entonces cuando decidió dejar de hacer aquello que no le gustase. A ella le gustaba cocinar, cebar mate, ver telenovelas, enterarse de chismes, sacarse mocos, tirarse pedos. Esas remanidas "pequeñas cosas de la vida", como tomar mate con su marido en el jardín al atardecer, cuando en la radio suena un tanguito tristón y el sol es apenas una luz difusa en urgente retirada a la altura del naranjero. Solo eso y algunas otras cosas valían la pena. Y solo esas cosas haría. Se acabarían los "deberes". El que quisiera ropa limpia que se la lave y lo mismo con los platos, con el piso y con todo. No se calentaría más por nada. La vida la patearía, pero ella no le lustraría el zapato.

Y ahí mismo, pletórica de sabiduría y sin lavar un pedo, se fue ella también a la cama. Y así empezó, desde esa tarde iluminada, a llamarse sin rastro de vergüenza; "la dejada esa".


El problema para acostumbrarse no fueron tanto los pisos como los cubiertos. Ante la evidencia de que nadie quería lavarlos comenzaron utilizando descartables. Pero en breve y por una cuestión de practicidad y economía se acostumbraron a comer con las manos y a tomar del pico.

Aquel mediodía cuando Ana se levantó, sentado a la grasienta mesa de la cocina estaba su enjuto padre. Que como siempre estaba mirando la televisión. Su madre colaba los fideos, hervidos en una olla con 17 años de fideos dominicales y usaba para la tarea un colador con igual antigüedad en su servicio.

Ana saludó con voz pastosa, ante la indiferencia de su padre que observaba la repetición de un gol de Defensores de Villa Banana y de su madre que vertía la salsa sobre los fideos. Encogiéndose de hombros se sentó en su lugar de siempre y se dedicó a observar con ansiedad creciente los movimientos de su madre. Según su criterio (estaba desesperada de hambre), la dejada actuaba con demasiada lentitud. En el momento en que su madre pasó a rallar el queso sobre los fideos, Ana, que controlaba obsesivamente sus movimientos no soportó más lo que para ella constituía un derroche de tiempo. Por sobre el ruido del televisor le descerrajó un fenomenal grito:

- ¡Dale vieja! ¡Apurate! ¡Serví de una vez, querés!

La madre giró como un torbellino sobre sí misma y con una mirada que despedía llamaradas le gritó cuarenta decibeles más fuerte:

- ¡Porqué mierda no los venís a hacer vos, vaga de mierda!

Ana sin perder un segundo y con el rostro congestionado de odio le retrucó:

- ¿Vaga yo? ¡¿Y que queda para vos, entonces?!, ¡hace diecisiete años que te rascás la argolla!

El padre para escuchar mejor pegó el oído al televisor. Y la madre tiró violentamente el rayador y el queso sobre la mesada de mármol y se abalanzó sobre Ana que instantáneamente se puso de pie para enfrentarla.

- ¡La puta que te reparió, quién mierda te creés que sos para venir a decirme lo que tengo que hacer! ¡Mierda! -le gritaba su madre revoleándole la cabeza por los pelos. Ana lejos de callarse y con las variaciones de sonido propias del revoleo de su cabeza, le aclaraba:

- ¡Vos sos la puta que me reparió! ¡vos!

El padre de Ana con el ceño fruncido levantó el volumen del televisor para seguir el relato de un penal pateado por un tal Astorga. Mientras tanto la dejada, totalmente fuera de sí, le pegaba cachetadas a su hija aullando:

- ¡¿Puta, me decís a mí?! ¡¿Y justo vos?! ¡Si estoy podrida de encontrarte forros en la cartera!¡Hasta usados te encontré!

Y Ana tratando de detenerle el brazo con que la revoleaba le reprochó:

- ¡Que mierda tenés que revisarme las cosas! -justo en el momento en que anunciaban el golazo de un tal Vidal, que sobre el minuto cuarenta y cinco del segundo tiempo, transformaba a Defensores de Villa Banana en campeón de la liga suburbial.

- ¡Gool, gool...! -gritó eufórico el padre de Ana, parándose y dando vueltas a la mesa con los brazos en alto.

- Dale vieja, serví los deofis -le ordenó eufórico.

- ¡Cierto, se están enfriando! -gritó con el mismo tono de odio con que puteaba a su hija. Y soltándola instantáneamente fue corriendo presurosa a la mesada. Ana se desplomó sentada sobre la silla y ésta pegó un crujido ensordecedor, pero aguantó el impacto.

"La dejada esa" tomó la fuente y rápidamente la colocó en el centro de la mesa, al tiempo que se sentaba. Se abalanzaron los tres sobre la olla y con movimientos desesperados comenzaron a comer, hundiendo las manos en los fideos y llevándoselos a las bocas con una desesperación de náufragos. Comían con una ansiedad descomunal. Las manos subían y bajaban sobre la olla, dejando regueros de salsa sobre la mesa. Las mandíbulas masticaban con urgencia y de las bocas colgaban fideos como lombrices ensangrentadas, en medio de eructos y crujidos de mandíbulas. De vez en cuando tomaban la botella de vino y se prendían del pico como terneros, dejándole la punta colorada de salsa. Bebían también con urgencia, para no perder tiempo y seguir engullendo fideos.

- Berp... ¡que buenos que están vieja! -dijo el enjuto con la boca abierta, mostrando la danza de los fideos sobre la pista rosada de la lengua.

En pocos instantes los dedos repasaban la fuente buscando bajo la salsa algún fideo perdido. Cuando ya no quedó ninguno, comenzaron a sumergir los dedos en el tuco y a chupárselos. Y cuando ya no quedó nada de nada, se tumbaron sobre los respaldos de las sillas, con los brazos colgando a los costados, incapaces del menor movimiento. Interrumpiendo de vez en cuando su letargo para darle un beso a la botella y eructar luego el aire que se les quedaba trabado en los esófagos repletos de fideos.

Así estaban, en un silencio casi ritual, cuando un violento pedo emergido de las profundidades del descomunal culo de la madre de Ana, los sacó de su sopor para gritar casi al unísono:

- ¡Puta que te parió, asquerosa!

- ¡Vieja no seas asquerosa, que se me revuelve el estomago! - Le reprochó el enjuto a la gorda, que muerta de risa respiraba con placer el denso olor a podrido que ensuciaba el aire.

- Ah, creo que voy a vomitar -coincidió Ana, tratando de ponerse de pie para escapar de la nube fétida que lo envolvía todo.

El padre, haciendo un gesto de disgusto volvió la vista al televisor, mientras la gorda sin perder la sonrisa les reprochaba:

- ¡Hay los aristócratas!... ¿qué les pasa? ¿nunca se tiraron un pedo ustedes? -Justo en el momento en que sonaba el teléfono.

Ana con premura fue a atender, pensando y deseando que fuera Manuel Dos. Cuando levantó el tubo con sus manos grasientas y sin todavía escucharlo ya sabía que era él. Mientras pugnaba por sacarse unos mocos rebeldes, su madre escuchaba la mitad del diálogo.

Con una etérea voz de doncella (que contrastaba con sus dedos grasosos y su cara chorreada de salsa) Ana decía:

- Hola, ¿que tal?... bien, muy bien... un poco cansada de anoche todavía... ¿como?... y si... si... -sonriendo frente al espejo- ...bueno, no sé... está bien, puede ser... mejor a las ocho, okey... no, pasáme a buscar por acá... si, anotá... Damas Mendocinas y República del Líbano... es antes de llegar a Sorrento... a las ocho entonces... te espero, chau... si... si -riendo- chau... clic.

Colgó en el preciso instante en que su madre lograba arrancarse el moco y lo pegaba, de un tinclazo, en el televisor. Justo sobre la cara del comentarista de fútbol.

Thursday, April 07, 2005

Capitulo XI

La noche de la fiesta, apenas entrada al salón del ágape, Ana supo ya sin sombra de duda que aquella sería "su noche". Y realmente todo se prestaba para pensarlo; se sentía espléndida, su vestido aumentaba virtudes y disminuía defectos, al otro extremo de un piolín la esperaba el anillo que terminaría con su soltería y para redondear los presagios; desde los altoparlantes afónicos del club surgía, potente y velada, la voz de su obesa idolatrada: María Marta.

"¿Qué es lo que tiene él?" se preguntaba absurdamente la rellena calandria, acompañada por las guitarritas zumbonas del milenario trío Los Panchos.

La fiesta se realizaba en el Boching Club. El "Clú" como le decían en el policialmente famoso Barrio Sarmiento.

Las instalaciones de la institución incluían un buffet cuadrado de diez por diez con mostrador y heladera de madera al fondo. Un patio descubierto y dos canchas de bochas reglamentarias que justificaban el nombre del club y a las que se accedía por un pasillo que desembocaba en la calle trasera y que, más de una vez, había sido utilizado por la aristocracia del barrio para escapar de la visita molesta de la policía.

El salón donde se realizaba la velada no era otra cosa que el buffet del club con la configuración cambiada: le habían sacado las mesitas redondas de escolasear y habían armado, con tablones y caballetes, tres mesas largas en forma de letra cé.

Cuando Ana llegó, (en el taxi que había tomado dos cuadras antes, al bajar del colectivo) vió en la puerta del club a María dando la bienvenida a un par de viejas chotas. Le pagó al

taxista que la miró como diciendo "¿de qué la vas, rata?", y fue eufórica a su encuentro con los brazos estirados como una sonámbula.

Con sobreactuada alegría, las dos amigas se estrecharon en un escandaloso abrazo, destinado a llamar la atención.

- ¡Felicidades!...chuic...

- ¡Gracias!...smac...

Tomadas de los hombros y sonriendo intercambiaron chistes sobre lo ocurrido en la iglesia. Y luego María se entusiasmó chusmeando sobre los solteros amigos de Manuel que ya llevaban buen rato ubicados en su mesa y dándole al escabio con su flamante marido.

Con una mirada de águila eligiendo presa Ana recorrió la parte que, desde su posición, tenia visible de la mesa: el grupo de solteros charlaba animadamente sin enterarse todavía que a escasos metros de ellos, se encontraban las dos mejores tetas del universo.

Mientras los miraba, Ana recordó y le hizo recordar a María el asunto de las cintas. María se golpeó la frente exclamando:

- ¡Cierto, me olvidaba!, me dijo mi suegra que la que tiene la sortija está partida en la punta.

Ana sonrió complacida y asintió sin dejar de examinar al grupo de donde quizás emergiera su futuro esposo.

- Ché, ¿puedo sentarme donde yo quiera? -preguntó como al descuido.

- ¡No, eso sí que no! -exclamó tajante María.

Ana apartó la vista de los solteros para mirarla confundida y expectante.

- ¡Te exijo que te sientes en la mesa principal! -exclamó María levantando un dedo. Con esa ridícula intransigencia de quién obliga al otro a hacer precisamente lo que el otro quiere.

- ¡Ah, por supuesto, mi amor! -consintió Ana. Calculando de antemano que desde la posición de privilegio que tendría, sus tetas serían el centro geométrico de todas las miradas masculinas.

En realidad, la exigencia de María para que Ana integre la mesa principal, no era motivada ni por la amistad, ni por la ingenuidad. Se trataba simplemente de dificultarle a su esposo la contemplación extasiada de las tetas de su amiga, ubicándolos a los dos del mismo lado de la mesa y a tres personas de distancia.

Charlaban todavía sobre los solteros, cuando el mismo taxi de antes se detuvo nuevamente en la puerta del club.

Mientras María se agachaba para ver a quién traía el vehículo, Ana volvió intranquila la vista a la mesa de los candidatos. Estaba un poco desilusionada porque los que veía no eran gran cosa. Pero no perdía la esperanza porque, como ya dijimos, desde su posición no podía verlos a todos.

Entretanto, desde adentro del auto, la cotorra que venía saludó con la mano y María le contestó con el mismo gesto. Luego se incorporó y le dijo a Ana:

- Tu lugar está reservado, buscá en la mesa principal la tarjeta con tu nombre. Andá. Después la seguimos, ¡tenemos tanto de que hablar! -exclamó levantando los brazos y besándola aparatosamente en las dos mejillas.

"¿Qué es lo que tiene él?, se volvió a escuchar y Ana, inspirada por la voz acariciante de María Marta, puso una mirada lánguida en el infinito y caminó buscando su lugar.


Encontró su silla enseguida, merced a un papelito engrasado con su nombre escrito en caligrafía de primer grado. Le tocó en el extremo izquierdo de la mesa, entre unos ventanales roñosos que daban a un patio y el enjuto padre de María.

Recién sentada en su sitio comprobó que estaría totalmente fuera del campo visual de Manuel. Pero pensó que como contrapartida, su ubicación sería una inmejorable vidriera para hacer histeria con los solteros. Los cuales, dicho sea de paso, apenas la detectaron comenzaron a codearse. Desnudándola con la mirada y emitiendo murmullos asombrados.


Pocos minutos después de que hubieran ingresado los últimos invitados, los novios se ubicaron en su sitio y comenzó la cena. Que para la ocasión, exhibía lo mejor del repertorio de recetas que magistralmente dominaba la madre de María.

Mientras los platos iban llegando, Ana se dedicó con ahínco a la placentera tarea de elegir un macho de entre los solteros. Con disimulo los estudiaba, mientras delicadamente, arrasaba con su plato y, por invitación de éste, con el del enjuto padre de María. Quién durante toda la cena se fatigó los nervios ópticos, relojeando de costado esas dos tetas donde podría haberse ocultado para siempre de su malvada esposa.

Eran en total unos setenta invitados. Demás está decir que comieron y chuparon a rajatabla. Muchos insolventes incluso buscaban la indigestión por exceso para así recuperar hambres atrasadas y de paso zafar por náusea de comer al día siguiente. Pero ciertamente, aún sin estos miserables objetivos, la excelencia de la comida invitaba al atracón.

Como ya se dijo, los platos habían sido preparados íntegramente por la madre de María. Una gorda menopáusica, de cuya maldad ya dimos referencia y que justificaba su existencia únicamente por sus dotes creativas para el arte culinario.

Secundada por su enjuto marido, que se encargaba de tareas como pelar papas, batir huevos y lavar platos, la gorda creaba platos exquisitos con una inspiración prodigiosa, rayana en la genialidad. Dictando a su marido las recetas con la misma facilidad pasmosa con que Mozart dictaba sus obras a Salieri. Y se mereció holgadamente, el aplauso con que los asistentes coronaron su obra.

Mientras tanto, absorta en su tarea selectiva, Ana se debatió bastante tiempo entre dos de los solteros. Pero llegados los postres, ya tenía elegido a su futuro macho: era un morocho alto y de bigotes, singularmente parecido a Manuel.

Para ese entonces, en la mesa de los solteros, ya habían ahogado en tetrabrick el escaso pudor que tenían. Y muertos de risa se dedicaban a elogiar las gomas de Ana en voz alta, casi a los gritos.

Exclamaciones roncas y soeces del tipo "¡teta... rdaste guacha!", "¡quiero teta mami!" o "¡dáme con un pezón en la carótida!" les provocaban carcajadas asficciantes a los desatados amigos del recién-cazado. Aunque el bullicio de la cena le impedía a Ana escuchar lo que decían, descontando que hablaban de sus tetas se tiraba disimuladamente el escote para abajo.

En un momento dado en que Ana levantó “casualmente” la vista, el morocho giró la suya y las dos miradas coincidieron en el espacio y en el tiempo. Como todos los de la mesa estaban pendientes de Ana el cruce no pasó inadvertido. El morocho entonces, frente a la mirada expectante de sus colegas le guiñó un ojo y Ana, recatadamente sonrió. La mesa de los solteros, estalló entonces en una felicitación hacia el guiñador, que agrandado se limitó a sentenciar: "¡aprendan giles!".


Apenas terminada la cena aumentaron el volumen del Wincofón y como corresponde pusieron un disco donde, opacado por el zumbido de la púa, se escuchaba el vals de los novios. Con un cerrado aplauso los comedores festejaron la ocurrencia e intimaron a los

novios a danzar.

Manuel sonriendo, se puso entonces de pie con un movimiento dudoso y tomando la mano de María la invitó a bailar. Siempre entre aplausos, dieron la vuelta a las mesas hasta llegar al centro exacto de la reunión donde comenzaron a girar enloquecidamente.

En medio de los aplausos de todos, María y Manuel giraban al ritmo de Strauss, con una soltura originada menos en la pericia que en el exceso de alcohol.

En medio de los giros y las evoluciones propias de la danza (y tal vez como consecuencia de la inercia del voluminoso cuerpo de María) el centro geométrico de la pareja se fue desplazando. Paulatina y peligrosamente, María comenzó entonces a acercarse a una de las mesas.

Pocos instantes después ya eran varias las parejas que valseaban con ellos. Pero los novios se hacían notar por el espacio cada vez mayor que requerían para girar. Finalmente y tal como se veía venir, en un momento dado se abrieron demasiado en una vuelta y María poseída por la sensualidad del baile no advirtió que se estampaba contra la mesa.

Con un estrépito de platos rotos, desplazó de un culazo la tabla, tumbó los caballetes y se derrumbó sobre platos y vasos sucios, que estallaron sordamente bajo su peso.

Rodeada de pedazos de vajilla, multicoloreado su traje de novia con salsas, verduras, presas de pollo y vino tinto, quedó acostada en el piso, envuelta en el mantel como un gigantesco matambre.

Se produjo entonces un instante de absoluto silencio luego del cual estalló la algarabía general. Todos los invitados, sin excepción, temblaban y se retorcían de las carcajadas. El propio Manuel, ahogado de la risa se agarraba el pecho como un infartado. Mientras la novia sacaba llamaradas de los ojos, viendo como todos se reían como locos a sus costillas y nadie hacia nada por levantarla.

Finalmente su padre, comandado tajantemente por su esposa corrió en su ayuda. Pero la tarea lo excedía: parecía una hormiga queriendo mover un elefante. Tratando de levantarla se cayó tres veces sobre ella y eso ya fue demasiado; algunos concurrentes se mearon encima de la risa.

Al fin, el morocho elegido por Ana se ofreció para ayudar. Entre él y el enjuto la tomaron entonces a la gorda, uno de cada axila y tiraron para arriba. Pero tampoco pudieron hacer nada. Reventando de indignación frente al descontrol de sus invitados, la gorda se largó a putear a los gritos provocando más carcajadas todavía. Finalmente y viendo que la gorda se ponía espesa, entre todos los solteros la rodearon, la agarraron de a tres por sobaco y diciendo "a la una, a las dos y a las tres" lograron ponerla de pie.

Roja de furia, María, corrió con su madre al baño para sacarse los restos de comida que decoraban su inmaculado y mentiroso traje de novia.

Como la música de vals seguía, Ana decidió entrar en escena sacando a bailar al novio. A tal efecto se acercó a Manuel, que rodeado de sus amigos seguía destornillándose de risa.

- Perdón, ¿se puede bailar con el novio? -preguntó Ana interrumpiéndolos y clavando sus sugestivos ojos en los ojos del morocho que, como todos los demás, tenía enmarcadas en sus pupilas sus dos maravillosas tetas.

- ¡Por supuesto, divina! -gritó Manuel arrastrando las palabras con una lengua retardada de alcohol.

Ahí nomás se prendieron y comenzaron a girar ante las miradas carnívoras de los amigos de Manuel, que entresacaban las lenguas como serpientes ansiosas.

Apenas pegados los primeros giros y como ya le había ocurrido en el civil, Manuel quedó magnetizado mirando las gomas que tenía frente a sí. Borracho pero no tonto, Manuel manipuló la danza sutilmente. Hasta quedar en el centro de la pista, ocultos los dos en medio de la palpitante marea humana.

Siendo que a duras penas había podido controlarse estando sobrio, hubiera sido un verdadero milagro que lo consiguiera estando en pedo. Y los milagros son raros. Siempre mirando las tetas dijo:

- Ana, ¿te gusta bailar el vals?

Y Ana disfrutando con calentarle el macho a su amiga, ni lerda ni perezosa le contestó:

- ¿Me encanta?¿cómo te explico?... es tan excitante... -y entresacó la lengua para frotársela suavemente en el labio inferior.

Fue demasiado. Manuel que estaba por decirlo metafóricamente, pendulando sobre las gomas, no pudo soportar más y como un lagarto peló la lengua para depositarla violentamente en la canaleta sagrada que formaban aquellas descomunales glándulas mamarias. Intercalando besos con frenéticos lengüetazos.

Ana viendo que Manuel se tornaba incontrolable lo apartó con rapidez. Sin dejar de bailar para no llamar la atención, le susurró al oído con vehemencia:

- ¡Manuel! ¡Estás loco! ¡Como vas a hacer eso acá! ¡no ves que está lleno de gente!

Manuel con la mirada enrojecida y la voz ahogada le suplicó:

- Anita, si querés hacerme un regalo de bodas inolvidable... ¡dejáme que te chupe alguno de esos dos globazos!

- ¡Estás loco, Manuel! ¿Quién te creés que soy? ¿Una tiragomas? ¡Estás casado con mi mejor amiga! -le contesto simulando un repentino y poco creíble ataque de pudor.

- ¡Si, pero loco de calentura estoy!¡dale guachita!, ¿que te cuesta?, no te los voy a gastar... -agregó Manuel estirando la lengua como un camaleón y apoyándole furiosamente su enloquecido bulto.

Ana no pudo dejar de sonreír ante tamaña calentura.

- Ni loca Manuel. Ni loca te permitiría que me chupes una teta... acá. A la vista de todo el mundo -replicó con una frase demasiado ambigua.

- Tengo algo muy importante que confesarte, Ana. -Manuel, siempre dirigiéndose a las gomas.

- Me imagino. Pero te hubieras acordado antes, ahora estás casado.

- No importa, te lo digo igual. Escuchame bien; si hubiera sabido que me darías pelota, esta noche eras vos la que estaba de blanco.

Para Ana, la interesada declaración de Manuel fue semejante a descubrirse ganadora del Prode. Sonrió triunfal y pensó alborozada que ya podía perdonarse no haber llegado al casamiento antes que su amiga.

- Sos un mentiroso.

- Te lo juro, en serio.

- ¿Si?¿En serio?

- Te digo más...-amenazó dejando un silencio enigmático.

- ¿Qué? -preguntó Ana, con curiosidad.

Manuel, ya mas recuperado de la calentura, puso un rostro intrigante y taimadamente propuso:

- No, acá no. En los baños te lo digo.

- No.

- Dale, andá. Un ratito nada más... -suplicó él.

- No. No creo que vaya. Decímelo acá. -contestó la traidora sabiendo que Manuel estaba en el epicentro de la calentura mas denigrante.

- Si querés enterarte andá al baño que yo te sigo.

- No... no creo que vaya a ir. Además vos estás muy caliente, así que mejor me voy a sentar -concluyó Ana llamando con un gesto a la hermana de Manuel para que la reemplaze y dejando de bailar (ante la cara de calentón desesperado que lucía Manuel).




Un rato después apareció María con su traje mojado y plagado de manchas difusas y multicolores en tonalidad pastel que, ahora sí representaba su verdadero estado de pureza. Apenas entró al salón, las parejas comenzaron a aplaudirla y se abrieron paso para dejarla llegar hasta Manuel quién se desprendió súbita y acaloradamente de su hermana, brindando la morbosa y certera impresión de haber sido pescado chuponeándosela.

Apenas los novios volvieron a bailar el vals, las otras parejas les hicieron una ronda tomándose de las manos. La cuestión no pasaba solamente por lo lúdico, sino por formar una barrera de contención para otro posible desbande de María.

Entretanto, Ana se había sentado nuevamente en su lugar y miraba impaciente hacia la pista, donde ahora el morocho elegido bailaba con la hermana de Manuel. Para colmo tenía que bancarse con resignación la letanía de achaques de un viejo que ahora ocupaba el lugar del padre de María. El octogenario, enterado de que era enfermera, le había explicado ya de la gota, la ciática, los callos, la próstata y proseguía ahora con una vieja hernia que padecía en su huevo derecho. Ana lo escuchaba distraídamente mirando con intermitencia hacia la pista. Ocasión esta última que era celosamente aprovechada por el anciano para contemplarle los pechos abriendo desmesuradamente los ojos (como si con eso lograra ver más).

Ana, intuyendo esto y tanto como por matar el tiempo divirtiéndose, solía volverse rápidamente para pescarlo in-fraganti y de hecho varias veces lo logró, pero el hombre volvía a poner cara de abuelito y a continuar, como si nada, con su inventario de inconvenientes entre los cuales dudosamente figurara la homosexualidad.



Harta de escuchar al viejo, Ana decidió ir al baño a sabiendas de que detrás de ella saldría disparado Manuel. Puesta frente a la posibilidad de cornear a su mejor amiga, Ana sentía cosas contradictorias; por un lado lo deseaba ardientemente (más por demostrarse que podía quitarle el macho, que por Manuel propiamente dicho) pero por otro, ahora Manuel era "el esposo", no un tipo cualquiera y viéndola reír feliz a María, se sentía la última hija de puta de la larga lista de hijas de puta de la historia de la humanidad.

Siempre ante situaciones de conciencia de esta naturaleza Ana tenía una salida maravillosa que consistía en hacer lo que quería, pero pensando que en realidad no tenía la culpa de lo que ocurriera. Como que si algo ocurría sería el destino el responsable. Así esa noche ella decidió ir a los baños pensando que simplemente quería ir a verse al espejo y que no tenía porqué no ir; si total ella solo iba a verse la cara. Si algo pasaba no sería culpa de ella.

Como quién no quiere la cosa encaró para el pasillo cuidándose de caminar lo suficientemente despacio como para darle tiempo a Manuel de girar hacia su lado y verla. Manuel entre el exceso de alcohol y los giros del vals vió ir, balanceándose hacia los baños, cuatro colosales gomas. Las parejas que hacían el cerco protector escucharon nítidamente un repentino "¡Me voy a mear!". Y vieron a Manuel escapando tangencialmente de los brazos de María y atravesando la ronda en línea recta hacia los baños. El movimiento fue tan rápido que María no alcanzó a parar a tiempo y dio todavía media vuelta más, bailando sola por inercia. Entonces el morocho de bigotes, largó a la hermana de Manuel y abarajó a la novia en el aire. Y así María, sin detenerse, empalmó con él el vals.

Ana, siempre haciéndose la tonta se metió en el baño de mujeres que estaba oportunamente vacío. Se repasó el aspecto y sonrió frente al espejo cuando sintió los golpes tipo allanamiento sobre la puerta de lata del hediondo reducto. Los golpes se superponían con las palabras al rojo vivo de Manuel reclamándola.

- ¿Qué pasa? -preguntó con voz falsamente sorprendida, contemplando su taimada sonrisa en el espejo.

Manuel hirviendo trató de abrir la puerta, pero Ana con un gesto rápido agarró el picaporte impidiéndoselo.

- ¡Dale Ana, dejáme entrar! -exigió Manuel impaciente.

Ana viendo que Manuel estaba decidido a todo decidió calmar su poco activa conciencia prometiéndose impedir que Manuel efectuara un papelón en la boda de su amiga.

- No. Mejor andá para el de hombres que yo enseguida voy para allá.¡Pero un ratito nomás! Susurró a través de la delgada lata de la puerta, que dejaba escuchar el bufido ronco de Manuel.

- Bueno, pero apurate -balbuceó el traidor, yendo hacia la puerta del pasillo para trabar el acceso a los baños.

Ana entretanto, y siempre sonriendo frente al espejo, extrajo de su carterita de plástico negro su extracto de Channel Nro. 3 y expulsó un chorrito que rodó cuesta abajo en su entreteta. Bajó todavía un poco más el escote y siguió sonriendo cuando escuchó la puerta del otro baño cerrándose. Una sensación de calentura se le materializó en un punto difuso entre la concha y el culo y le arrebató las mejillas. Antes de salir volvió a observarse frente al espejo y sacó reiteradamente la lengua afuera, como un reptil libidinoso. Finalmente y con precaución salió al pasillo para ver si venía alguien . Vió una escoba trabando el acceso y fue hasta la puerta del baño de hombres. Apoyó la oreja para comprobar que Manuel estaba solo y escuchó un ruido de líquido que caía y mezclado con la catarata amarilla el inconfundible retumbar de un estentóreo pedo.

Sonriendo sin abrir la boca, tamborileó los dedos sobre la chapa. Instantáneamente la puerta se abrió y emergió la desorbitada mirada de Manuel, que con la lengua pastosa y sonriendo pervertidamente la invitó a pasar:

- Pasá, hace de cuenta que estás en tu casa.

Ana, poniendo cara de inocente, entró y dijo manteniendo la distancia:

- ¿Qué me querías decir?

Manuel entonces la empujó contra la puerta, y sacándole una teta afuera le dijo:

-¡Esto! -y se abalanzó sobre ella como una sanguijuela alzada.

Sus labios angurrientos chupaban con desesperación.

Ana sintió sobradamente logrados sus oscuros objetivos y comprendió que debía pararlo, porque en cualquier momento, podía aparecer alguien y resultaría sumamente difícil regularizar la situación. Coherente con su pensamiento trató de apartarlo suavemente, pero Manuel parecía un abrojo. Forcejearon todavía unos instantes pero no logró despegarlo. Así que en el apuro por desprenderlo no midió las fuerzas y de un violento empujón lo tiró contra los mingitorios, queriendo la fatalidad que cayera sentado sobre uno que estaba tapado y rebosante de un orín espeso y amarillento.

- ¡Carajo! -dijo Manuel poniéndose a duras penas de pie y observando el chorreado de las aceitosas y malolientes gotas que supuraban sus fondillos. Por el pasillo se alejaban grotescas las carcajadas de Ana.



Cuando Ana entró al salón, la recibió un ruido de púa rayando surcos. La música instantáneamente cesó y sonaron las palmas de María convocando a las solteras para tirar de las cintas. Ana se dirigió ansiosa hacia la torta y se sintió una traidora cuando María, cómplice y feliz, le guiñó un ojo. Pero mientras buscaba con apuro y minuciosidad la cinta con la punta partida, se consoló pensando que por el necesario carácter transitivo del verdadero amor, haciendo feliz a Manuel había hecho feliz a María.

Vió la cinta partida en el momento justo en que otra de las solteras en liquidación estiraba la mano para agarrarla.

- ¡Perdón! -dijo Ana simulando un traspié y desplazando de un empujón a la intrusa.

Cuando todas "las chicas" estuvieron listas, María llamó al fotógrafo, para que inmortalizara a la bandada de loros sosteniendo las cintitas. Cintitas en cuyos extremos los pobres bagayos imaginaban la incierta esperanza de un tiempo nuevo, despojado del fantasma silencioso de la soledad. De esa soledad donde estaban sumergidas y donde sus escasas cualidades morían sin una mirada de amor que las contemple.

Por eso cuando María grito "¡yá!" todas salieron en la foto con los ojos cerrados. Soñando mientras tiraban de las cintas que saldrían arrastrando un esposo, un tropel de hijos y un domingo de sol y fútbol con mate en la vereda. Nada del otro mundo, solo lo necesario para que sus mentes barriales se serenaran en la convicción de que no habían nacido al pedo.

Pero la única que gritó de alegría, como si realmente estuviera sorprendida por el resultado, fue Ana. Y con esa cara de euforia salió en la segunda foto le que tomó el fotógrafo morocho, de bigotes, singularmente parecido a Manuel. Pero no en la tercera, ni en la cuarta foto, porque el fotógrafo las tomó exclusivamente para él mismo, enfocándole solamente las tetas con una lente de gran angular. Tetas que colgaría luego en su estudio, para solaz de sus colegas que pegarían un chiflido de admiración cuando las contemplaran.

Antes de disgregarse, el conjunto de loros barranqueros felicitó a Ana con sonrisas forzadas y falsas demostraciones de alegría que intentaban disimular la tristeza y desolación que les producía corroborar una vez más, con ese pequeño fracaso, que sí, que realmente habían nacido al pedo.

Y Ana radiante besó a través de la mesa a María, que la felicitó con una convincente alegría como si tampoco hubiera sabido de esa artera celada al destino.

Mientras especulaban sobre "quién" sería el encargado de materializar su destino de mujer casada, apareció Manuel con los fondillos empapados en aquella meada viscosa y de olor penetrante que en vano había tratado de quitar con agua.

- ¿Qué te pasó, mi amor? -le preguntó empalagosa María, frunciendo la nariz y besándolo en la mejilla.

- Me caí en el baño -contestó él secamente, sin quitar los ojos de Ana, que en un rapto de tardía amistad se dió vuelta, en el preciso momento en que "su elegido" la sacaba a bailar una tarantella que estaba partiendo la pista. Ana aceptó con exultancia.

El resto de la noche transcurrió en paz y alegría. Y Ana la pasó siempre con el morocho, que no solo se parecía a Manuel sino que también tenía el mismo nombre. Ana para hacerse la ocurrente le dijo:

- Te voy a decir Manuel Dos.

Y el morocho, en plan de caer simpático sonrió sin poder apartar la vista del balanceo enloquecedor de las dos descomunales tetas.


Al final de la noche María y Manuel saludaron a todos y partieron, en medio de aplausos, rumbo a un semiderruido hotelito de Rosario Norte que lucía el inaudito nombre de "El Moderno". Y en cuya vidriera del frente se anunciaba con brillantes letras rojas, que en su lobby plagado de cucarachas desnutridas y provincianos borrachos había (a disposición de la exclusiva clientela) un televisor color.

Luego de las boludeces de siempre y de la inevitable y ritual caja de forros que los amigos le obsequiaron a Manuel (con la recomendación “usálos, no sea cosa que te prendás un achaque”) se fueron tocando bocina los que tenían algún autito y a la parada de colectivos los otros, que eran mayoría.

Recordando el consejo de María (“guardar el misterio”), Ana decidió hacerse desear y no aceptó la invitación de Manuel Dos para acompañarla hasta su casa. En lugar de eso se coló en el Gordini de los padres de María que se ofrecieron a llevarla.

Ante la pregunta del morocho relativa a "¿cuando podemos vernos?" (que por la dirección en que miraba parecía hablarle a las tetas) Ana contestó haciéndose la gata:

- No sé... qué sé yo... -y ya cuando el forzado Gordini arrancaba escorando por el lado que compartía con la madre de María, se apresuró a conceder:

- Llamáme mañana al 67261 -y cerró la puerta ante la mirada petulante de Manuel Dos, que comenzó a caminar hacia la esquina, donde sus secuaces ya lo estaban vitoreando.

Los solteros miraron pasar el Gordini relamiéndose como perros frente a una costeleta. E instantes después, todos juntos remontaban Ovidio Lagos hacia el sur.

Cantando canciones obscenas, pateando tachos de basura, saltando sobre el capot de los autos y hasta tocando timbres en la madrugada, iban dejando tras de sí una estela de somnolientas puteadas. Así eran ellos; todos juntos y con algo de alcohol en la panza eran como las marabuntas.

Capitulo X

Ana dedicó toda la tarde a prepararse para la noche. Apenas terminado el almuerzo se lavó el pelo y se puso unos ruleros grandes de plástico celeste que, suponía, le generarían una cabellera ondulada y fatal, tipo Rita Hayworth.

Luego había controlado y planchado concienzudamente su vestido de fiesta, largo y exageradamente escotado. Y una vez conforme, se había puesto a lustrar obsesivamente sus zapatos de charol con taquitos de aguja, especialmente espigados en acero para soportarla.

Terminados los detalles de vestimenta prosiguió con su cuerpo. Sometiéndolo a un reparador baño de inmersión, con unas sales que había recibido como regalo en alguna Navidad lejana y que siempre había reservado para mejor ocasión.

El baño, por supuesto, no fue de lo más cómodo, dado que no cabía entera en la bañera y para sumergir las tetas debía reflotar el culo y viceversa. Pero lo principal, que era el perfumado jazmín en la piel, lo consiguió.

Recién salida del baño, se secó con dos toallones, se calzó la bombacha negra-calada y llamó a los gritos a sus padres para que la ayudaran con el corpiño. Luego, ya sobre las seis y media de la tarde, se quitó los ruleros, se peinó hasta el cansancio y se vistió ansiosamente frente al espejo.

Luego de vestirse y controlar por enésima vez que todo estaba en orden, se dedicó a perfumarse las gomas. Invirtiendo para ello, mas de la mitad de un dudoso frasco de Channel Nro. 3, traído de contrabando desde el Paraguay por el pervertido radiólogo del hospital.

El fotógrafo de huesos (un obseso con quién, de vez en cuando, desataba algún rápido polvo sobre la sólida mesa de rayos X) se lo había regalado a cambio de una radiografía de tetas que el profesional le había sacado y tenía enmarcada y colgada en su sala de rayos (para solaz de sus colegas que pegaban, invariablemente, un chiflido de admiración al contemplarlas).

Ya vestida y frente al espejo, Ana sonreía frente a su imagen sonriente. Contemplando extasiada su belleza, disfrutando esa ceguera piadosa con que la naturaleza nos capacita a veces para autoengañarnos.

Estuvo un buen rato todavía frente al espejo. Porque en la convicción intuitiva de que esa noche sería “su gran noche”, se dedicó a ensayar rigurosamente caras y poses. Desde expresiones lánguidas de enamorada hasta mohines seductores de nena caprichosa. Practicó toda su batería de recursos expresivos y alrededor de las siete menos diez, harta ya de estar lista, decidió ir yendo lentamente para la iglesia.

Tomó su carterita de plástico y buscó en su mesa de luz, sensatamente, un pañuelo de seda para ocultar el tetaje durante la ceremonia.

Eufórica por su belleza y su buen augurio, llegó al extremo de ir a saludar a sus padres, seres con quienes naturalmente se llevaba a las patadas y que de no ser porque la ignoraban olímpicamente habrían quedado bizcos de la sorpresa. Dió un beso a su padre, que miraba el partido, otro a su madre que le cebaba mate y salió a tomarse la M; un bondi que por aquel entonces era eléctrico y que la depositaría media hora después en la esquina de la iglesia.


Como todavía era temprano, Ana, decidió hacer tiempo yendo a buscar un quiosco para comprar caramelos, chicles y cigarrillos para la noche.

Los compró a tres cuadras de la iglesia. Ahí mismo se peló un caramelo masticable, encendió un faso y emprendió morosamente el regreso hacia el casorio.

En la puerta del templo recién habían unos pocos parientes de los novios con sus respectivas crías de pendejos. La gran mayoría de los párvulos intentaba ruidosamente escalar las rejas de la iglesia.

Molesta por no poder disimular su soledad entre tan poca gente, Ana decidió entrar al templo. De paso buscaría una buena locación para no perder detalle de la ceremonia.

Al pasar, mojó sus dedos en la pila de agua bendita. No tanto por fervor religioso, como por quitarse cierta pegajosidad producida por el caramelo. Ya adentro, hizo una breve y desprolija señal de la cruz y fué a sentarse en la primera fila del (todavía) desolado templo.

Poco a poco, fue llegando la gente con su correspondiente bullicio. Mientras comía caramelos sin parar, Ana veía llenarse la iglesia con parientes y amigos de María. Muchos eran compañeros de trabajo, vendedores de todo. Gentes que, en aquellas épocas de malaria, formaban una pléyade en continuo crecimiento.

Al ver al monaguillo acomodando el altar, Ana recordó el pañuelo. Lo sacó y lo desplegó sobre el escote, prácticamente embutiéndolo entre las tetas para sujetarlo.

Los bocinazos anunciaron la llegada del Gordini que traía a la novia. Y de dónde, con indisimulable dificultad, emergió María ante las sonrisas maliciosas de quienes la esperaban en la vereda.

Casi simultáneamente con los bocinazos, Ana vió entrar a Manuel y a su madre, que se ubicaron junto al altar para esperar a la novia. Manuel no la vió a ella dado que había entrado distraído y se había colocado de espaldas a esa hilera de reclinatorios.

Sonaron entonces los primeros acordes de la marcha nupcial y por detrás de las exageradas puertas, apareció la colosal figura de María.

Vestida de (mentiroso) tul blanco y con la cara tapada con un ridículo velo de la misma tela, parecía escapada de las pesadillas nocturnas de algún sultán de las Mil y una Noches.

Del brazo de ella y haciéndola inclinar levemente, por la diferencia de altura, venía el enjuto padre de María. Chiquitito como era y con su trajecito negro, parecía más a punto de tomar la primera comunión que de entregar a su hija en casamiento.

Lentamente y distribuyendo sonrisas triunfadoras avanzaba el dúo entre los reclinatorios.

Cuando la tuvo frente a si, Ana no pudo contener alguna lagrimita emocionada. Pero no lloraba tanto por la felicidad de su amiga, como por emocionarse al imaginar su propia boda.

Cuando María llegó al altar y fue recibida por el novio, cesó de inmediato la música y comenzó la voz extrañamente gruesa y áspera de un cura joven, de rostro aniñado, que hasta ese momento había pasado desapercibido por todos, merced a su aspecto de monaguillo.

Con su inaudita voz de cantor de tangos, el cura comenzó a departir sobre dos temas previsibles; el amor y la institución del matrimonio. Con escasa originalidad anunció la lectura del génesis de la Biblia. Más precisamente la parte esa de la costilla y del barro. Y antes de comenzar la lectura de las sagradas escrituras solicitó, previsiblemente, que todo el mundo se hincara de rodillas.

Ana lo hizo con un movimiento mecánico. Sin darse cuenta que él pañuelo se le desprendía en el preciso momento de caer de rodillas frente al altar. Sus pesadas tetas hicieron rechinar el reclinatorio, cuando las apoyó para orar devotamente.

El cura leyó pausadamente el versículo elegido ante el silencio sepulcral de los asistentes. Y luego de terminada la lectura la depositó ceremoniosamente sobre el altar. Pero apenas levantó la vista de la santa mesa, sus ojos se encontraron súbitamente con las pecaminosas tetas de Ana y sintió entonces el llamado de Satanás.

Fue por eso que cuando ya todos pensaban que el sermón había concluido, manoteó al tanteo la Biblia y como buscando fuerzas para luchar contra el mal, comenzó a leer a toda máquina:

- "... pero entonces Eva señaló el árbol del bien y del mal y..." (debería haber continuado diciendo que Eva extrajo la manzana de la tentación, pero lo que veía su mente pudo más que lo que leían sus ojos. Y así fue que dijo):

- "... y extrajo de entre sus ramas un tremendo limonazo que le ofreció a Adán para que este chupara y remamara..."

Con un esfuerzo sobrehumano el cura había logrado que sus ojos leyeran las sagradas escrituras (en vez de permitirles solazarse con las tetas de Ana), pero de nada había servido; la tentación carnal había triunfado. En las primeras filas de reclinatorios un murmullo inquieto trataba de verificar si habían oído lo que habían oído.

Era ésta su primera tentación y el hecho de hubiera ocurrido dentro de la propia casa de Dios, llevó al cura a pensar que bajarían ángeles del cielo y le clavarían un rayo en el culo. O que destruirían todo, como en Sodoma y Gomorra. Y así tal vez haya sido el poder paranormal de su mente culposa lo que ocasionó todo.

La cuestión es que comprendió que debía apurar la ceremonia en el preciso instante en que cayeron los primeros pedazos de revoque. El yeso pintado se desprendió de la bóveda produciendo en su caída detrás del altar, un eco infinito que se solapó con un murmullo inquieto que recorrió la sala como una marea. El cura, pálido y tembloroso, comenzó entonces a toda prisa con la fórmula de esponsales.

Otro enorme pedazo de yeso se desmoronó entonces a un costado del altar, en medio de un "ohhhhh" multitudinario. Pero el cura no se detuvo en eso ni en las miradas aleladas de novios, testigos y público; que ya en lugar de seguir sus palabras controlaban espantados el altísimo e inseguro cielo raso.

- ¡Manuel! -reclamó apurado el cura- ¿acéptas por esposa a María para amarla y respetarla...

Levantó la vista hacia el novio, pero desvió un instante hacia las tetas y luego volvió al novio y continuó diciendo:

- ... chuparla y mamarla, besarla y lenguetearla, tanto en la prosperidad como en la adversidad por el resto de tu vida?

Si no hubiera sido porque todos estaban pendientes de los vaivenes de la mampostería y rumoreando desesperadamente sus temores de morir sepultados por el yeso bendito, los resultados de la fórmula del cura habrían sido el acabóse. Pero en las condiciones inseguras en que se desenvolvía la ceremonia, solo la escucharon los cuatro que estaban enfrente de él y solo algunos pocos de las primeras filas. En las filas el murmullo que crecía lo hacía entre miradas al techo fugaces y aterradas.

En vistas de que Manuel tardaba demasiado en contestar, el cura intranquilo lo espetó:

- ¡Apúrate hijo!

-¡Si padre!¡Acepto! -gritó Manuel absorto en la contemplación de un desprendimiento del pedazo de techo en el que estaban pintadas la imagen de Moisés y (algo más arriba) de una matrona medieval de sonrisa giocondesca.

Moisés caía con la tabla de los diez mandamientos en la mano derecha y el dedo índice de su mano izquierda levantado señalando el cielo. Mientras que la imagen de la matrona caía como de espaldas. Curiosa y casualmente el dedo índice de Moisés pareció, apuntar primero y clavarse después entre las generosas nalgas de la madonna. Finalmente y en medio de una nube de polvo blanco, estallaron ambos estruendosamente a un costado de la nave, sobresaltando al cura que a toda marcha repetía ahora la fórmula con María.

Más por temor de terminar sepultada que por emoción, la novia dio un quebrado "sssiii" en el preciso momento en que dos ángeles se desprendían de la cúpula para caer, arrastrando en su caída un cuadro de los reyes magos que terminó por estrellarse, ángeles y cuadro, sobre un confesionario de madera oscura.

Ya el rumor en la sala era abrumador y muchos iban ganando la calle en medio de empujones desesperados. Cuando el cura concluyó con la típica frase, "los declaro marido y mujer", la estatua en mármol de un santo, que estaba sobre un ángulo del atrio se desplomó pesadamente, aplastando ruidosamente el mueble dorado que contenía el cáliz. El estruendo fue tal que se produjo la estampida total de los asistentes, que en avalancha huyeron hacia la salida.

Como un río desbordado corrían arrastrando a su paso bancos, confesionarios, pilas de agua bendita e incensarios.

Los novios y los testigos escaparon también a toda prisa por la misma puerta lateral por donde habían accedido Manuel y su madre. Gracias a su tamaño, Ana logró abrirse paso a empujones hasta la salida.

Ya en la puerta del templo escuchó un ensordecedor crujido y volvió espantada la vista hacia el altar.

- ¡Señor, has de mi lo que quieras!¡pero a esas dos maravillas no las hice yo! -Gritó el cura sobre el estruendo imperante y de frente a la descomunal cruz que, ya desclavada de la

pared, caía pesadamente sobre el altar.

Ana dió vuelta la cara instintivamente para no ver cuando la cruz lo aplastara, pero el cura en otro rapto de pragmática humanidad, se levantó las faldas de la sotana y escapó corriendo. Un instante después la cruz partía en dos el grueso mármol del altar.

Recién cuando ya no hubo nadie en templo, acabaron los derrumbes.

En la calle, los comentarios espantados no tenían fin.

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