Escribiendo una novela on-line

Bienvenidos a la cocina de una novela. Dia a dia, encontraran publicado el refinamiento del material original de mi novela "Santana". Que lo disfruten.

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Location: Las Palmas de Gran Canaria, Las Palmas, Spain

Supongo que me parezco a lo que imaginan de mi mis lectores.

Friday, June 10, 2005

Capitulo XLVII



El más impresionante, para Ana, era sin dudas Rubencito. Luego, en orden de nauseabundez, venia el mogólico cuadrapléjico (que siempre había que cambiar porque, indefectiblemente, se ensuciaba a las cuatro y media). Tercero en el ranking, seguía el inquieto macrocéfalo, con su descomunal cabeza y su cara de lerdo. Y luego y en un mismo puesto, seguían el enjuto, el renguito y el autista. Los mogólicos no le resultaban mayormente impresionantes.

Como acertadamente predijo Ema, a la semana Ana había perdido la náusea y solo conservaba cierto asco controlable. Que no le impedía largarse a masajearlos sola. Por otro lado, las particularidades y rarezas de sus clientes, resultaron excelentes ocupadoras de pensamiento. Con el consiguiente efecto analgésico contra el recuerdo amargo del Dos.

Los monstruos por su parte, la aceptaron enseguida. Y la presencia opulenta de Ana dejó enseguida en evidencia que si había un hilo vinculante en todos ellos (y más en los más atrofiados mentalmente), era su primitiva sensualidad. Todos la manifestaban sin pudor y se les disparaba, habitualmente, por la simple aparición de Ana y sus tetas.

Los mogólicos, por ejemplo, eran especialmente fogosos y se dedicaban, mientras el recuerdo de Ana (o de sus limones) estaba fresco, a masturbarse como monos en el patio.

Ana observó ese detalle: que cuando ella salía a la galería, los mogólicos (que comúnmente estaban armando quilombos), como recibiendo una orden se ponían a pajearse al unísono. Luego ella entraba a la habitación y después de un rato de paz el quilombo empezaba de nuevo, hasta que ella volvía a asomarse y los mogólicos volvían a acogotar el gallo.

Después de unos días de observar el hecho, Ana tuvo una idea genial para disminuir los batifondos o por lo menos los originados por los mogólicos. La idea, brillante a todas luces, consistió simplemente en disponer de cuatro atriles (uno por mogólico) y colocar, en cada uno de ellos, la foto de una mujer desnuda. De esa manera, imaginó acertadamente, no necesitarían aferrarse al recuerdo y pasarían las horas, contemplando las fotos y masturbándose frenéticamente, a dos manos.

Fue un éxito. Apenas instalado el nuevo sistema, en la casa practicamente se podían oír volar las moscas. Y los raros quilombos que de vez en cuando se provocaban eran originados por el inquieto macrocéfalo en su eterno odio hacia Rubencito.

Todos los monstruos, sin excepción, tomaron, rápidamente, un especial cariño por Ana. Y más de una mirada lucía en su honor, un destello de amor reprimido. También es cierto que a veces, alguno de aquellos monstruos, se desataba y al pasar se le prendía vigorosamente de las gomas. En realidad, menos el renguito que era adolescente y tímido, los demás eran bastante mano largas.

Mientras tuvieran un mínimo de entendimiento, con un grito les bastaba. Pero tanto los mogólicos, como el parapléjico tenían que ser reducidos a golpes, porque no entendían las palabras y se prendían como abrojos. El que no jodia, por motivos obvios, era el autista.

Muy pronto, así como Ema, Ana también tuvo su preferido: era uno de los mongólicos. Se llamaba Oscar, aunque como a todo pavote le aplicaban el diminutivo; Oscarcito.

Entre las dos disfrutaban exagerando las virtudes de sus preferidos. Ana destacaba en el suyo, cierta mirada tierna y cierta extraña delicadeza (extraña en un mogólico) y Ema resaltaba en el suyo la prosapia. Porque Alfredito (el preferido de Ema) tenía una familia rebosante de guita. A él no lo había engendrado la promiscuidad de la miseria sino las generaciones de relajos y disipación, que lo precedieron. Poseía el interminable e ilustre apellido de una familia de intrincado árbol genealógico, vinculada al más poderoso medio de comunicación de la ciudad. Y lo mandaban de Ema porque no querían que se supiera de su existencia. Y porque suponían, tal vez con razón, que en las clínicas lujosas lo tratarían igual o peor y se terminaría divulgando esa vergüenza familiar. El contacto se había establecido a través de la finada madre de Ema, que había sido criada de la casa y lo había visto nacer, estúpidamente.

Oscarcito, en cambio, era hijo de laburantes y vivía no muy lejos de allí. A diferencia de Alfredito no lo llevaba un chofer en un coche de una cuadra sino su padre caminando por calles polvorientas.

Tal como resaltaba Ana, Oscarcito era especialmente cariñoso. A casi todos los retardados la falta de desarrollo cerebral los libera del obstáculo de las inhibiciones y se muestran tal cual son. Exhibiendo sin pudor las características primitivas que una supuesta “normalidad” les habría enseñado a ocultar.

Oscarcito, como buen pavote, se mostraba tal cual era. Y era todo corazón.

Como esos animalitos que tiemblan cuando uno les pasa la mano por el lomo, era un voraz necesitado de ternura. Tenía rasgos mogólicos, pero no eran desagradables. Se diría de él que era un lindo chinito. Solo su mirada, ligeramente estrábica, sus gestos estúpidos y sus lentes verdes y gruesos lo delataban. Pero si uno lo imaginaba durmiendo o muerto, (es decir, detenido y silencioso) sin los lentes y con los ojos cerrados, pasaba ciertamente por un chinito joven (tenía veintitrés anos) y agradable.



Por aquellos primeros días también ocurrió el primer deceso (desde la llegada de Ana). La parca señalo al enjuto. Su madre siempre solía lamentarse con Ema de que el pobre tenía los días contados. Y asi fué que según parece, un mediodía de sol, el conteo llegó a su fin.

Murió en la casa de los padres y Ana y Ema se enteraron tal como había predicho está ultima: por notar su ausencia y llamar para preguntar. Fue Ema la que llamó.

La madre del enjuto atendió el teléfono y llorando le refirió que el pobre se sintió mal a las doce del mediodía y murió a las doce y cinco, (había tenido una agonía proporcional a su tamaño). Mientras la mujer hablaba, Ema, escuchaba puteadas y gritos como telón de fondo. Así que cuando la mujer terminó con el relato de la pequeña muerte del enjuto, Ema le preguntó que pasaba. La mujer entonces, entre hipos y mocos, le contó que era el insensible del marido, que se puteaba con los de la funeraria porque le querían cobrar el cajoncito como si fuera de tamaño normal y él pretendía un descuento.

Ana no lo lamentó demasiado dado que no había llegado a conocerlo lo suficiente. Pero lagrimeó igual cuando vió la reacción del Club de Monstruos. Era conmovedor ver esos rostros deformes, compungidos y llorosos. Como una lluvia cayendo sobre un cementerio, la tristeza era más triste en esas caras.

Menos el autista, lloraron todos. Hasta los mogólicos. Qué según le explicó Ema, lloraban por ósmosis. Porque se contagiaban de la congoja general.

Tuesday, June 07, 2005

Capitulo XLVI



Al otro día, Ana pasó la mañana sentada tranquilamente en el jardín. Tomando mate y leyendo algunas de las revistas del corazón que encontró en la cocina, abajo de la mesa del televisor.

Hasta la tarde no habría ningún monstruo y habían acordado, con Ema, que ella no atendería la puerta. Que se quedaría dentro de la sala de masajes para ir conociéndolos de a uno.

Eran casi las dos de la tarde, cuando entró a la cocina a cocinarse un bife. Ema llegaría a las tres y cuarto más o menos. En su sobremesa solitaria se prendió un faso y siguió leyendo una extensa nota que le habían hecho a María Marta. María Marta sonreía, inmensa como un elefante, en alguna calle de Miami y algunos transeúntes miraban la escena con curiosidad. Uno de ellos, de perfil y algo borroso, le llamo la atención.

- Es igualito a Manuel, este guacho... -murmuró exhalando el humo y desestimando con una sonrisa.

A partir de las tres comenzó a sentir ruidos, gritos y golpes en la puerta. Y tal como habían acordado se fue para la última pieza de la galería. Sentada sobre la robusta mesa se dedicó a esperar. En pocos minutos sintió la voz de Ema y la llave en la puerta y luego el tropel entrando como vacas al corral.

- ¡Chicos, cuidado! -gritó autoritaria Ema. De acuerdo al ruido, los mogólicos estaban arrasando con todo.

Ana, vió la puerta de la sala entreabierta y temiendo que alguno se le metiera fue a cerrarla. La estaba poniendo llave cuando escuchó:

- ¡Herberto! ¡Animal, que me haces ca....! -y luego un fenomenal porrazo.

Instintivamente, Ana abrió la puerta y se encontró con Ema tirada en el piso, caída sobre el monstruo de la canastita y rodeada de cuatro mogólicos, un renguito y un enjuto. Un poco más alejados estaban el autista, el parapléjico y el macrocéfalo.

Este último, reía y se agarraba la exagerada cabeza con dos manos, que apenas si le tapaban las orejas.

- Me va a matad, me va matad... -gritaba riendo locamente.

Cuando Ana apareció en la galería se produjo un silencio instantáneo y denso. Lo rompió el enjuto, gritando, con la cara deformada de admiración:

- ¡Que tetas, mami!

Y al instante todos los monstruos se le fueron al humo rodeándola y gritando guturalmente.

Solo se quedaron en sus lugares el parapléjico y el de la canastita, que se retorcían desesperados por no poder llegar. Y obviamente el autista, pero este porque nunca se enteraba de nada.

- ¡Chicos! -gritaba Ema desde el piso, pero ninguno le dió la menor pelota.

- !Teeetaaaa!!Teeeetaaaa! -gritaban todos, estirando hacia Ana sus manos peludas. Con una mano la tocaban y con la otra se refregaban nerviosamente los bultos.

Como en la pesadilla de la noche anterior, Ana los apartaba enérgicamente. Abriéndose paso hasta donde estaba Ema tirada. Los monstruos se desplazaban con ella como centro geométrico. Empujándose unos a otros para manosearla mejor. Cuando se agachó para ayudar a Ema, una cantidad de dedos múltiplo de cinco, se le incrustó en el culo.

- Hay, hijos de puta...¡suelten! -se desquició.

- ¡Vamos, mierda!... ¡parecen perros alzados! -gritó Ema desde el piso, pateándolos.

- Dale, apurate que me culean -la urgió Ana.

- Todo culpa de este cabezón hijo de puta. Es obsesión que tiene con Rubencito. Por meterle el dedo en la oreja me hizo caer -protestó Ema, mientras se ponía de pié con la canasta entre los brazos.

- ¿Cómo estás? - preguntó mirando dentro de la canasta.

El tal Rubencito tenía los ojos desmesuradamente abiertos y no los apartaba de los limones de Ana.

- Bien... bien... -exclamó, relamiéndose con admiración.

Ana (que al borde del ataque de histeria esquivaba manotones), cuando vio ese engendro, mirándola así, sintió náuseas. “Parece una cabeza decapitada que habla”, pensó y la idea le revolvió las tripas. En la cara, la repugnancia le estiró los labios para abajo.

- ¡Chicos, chicos! -le gritó Ema a los manoseadores. Pero ninguno de los pavotes le dio pelota.

Dejó entonces la canasta en el piso y descolgó de la pared un cinturón viejo de hebilla herrumbrada. Eligió al azar un mogólico cualquiera, gritó “¡mierda!” y con el lado de la hebilla le encajó un soberano cintazo por el lomo. El mogólico largó las tetas con un aullido. Y al instante, los otros se apartaron también.

- ¡Atención, carajo!... -gritó Ema blandiendo el cinto.

Finalmente se hizo un silencio atemorizado. Todavía con el ceño fruncido les presentó a Ana.

- Esta chica tan linda se llama Ana. Y desde hoy va a vivir con nosotros... ¡pórtense bien y no la hagan renegar!

- ¡Viiivaaa! ¡vivaaaa! ¡tetaaa! ¡teettaaa! -se escuchó.

Pero los únicos que parecieron entender fueron el renguito, el cabezón, el enjuto y el de la canastita, que festejaron con desbordante alegría.

Los demás monstruos no dieron señales de enterarse de nada. Y los cuatro mogólicos se dedicaron, codo con codo, a pajearse frenéticamente, babeándose y mirándole las gomas.

- ¡Que arrastre negra! -le dijo Ema sonriente señalando al cuarteto.

- Te los regalo -suspiró Ana.

A todo esto el macrocéfalo se había acercado subrepticiamente por detrás de Ema y en un descuido de esta, le tiró un manotazo al de la canastita. La cachetada estalló ruidosamente en la mejilla del tal Rubencito, que empezó a llorar al instante. Ema, como una saeta, se dio vuelta y le cruzó, al cabezón, la cara de un bife. El macrocéfalo salió gritando guturalmente.

- Mada, mada, mada.

- ¡Seguí jodiendo y te cuelgo para abajo, hijo de puta!... -lo amenazó- ¡se te va a reventar la cabeza!

Y volviéndose a Ana le dijo:

- ¡Vení!... Vamos a empezar con Rubencito ya que estamos... -Y se metió en la pieza de masajes con la canastita.

Desaparecida Ema, un mogólico se le fue encima a Ana y la agarró brutalmente de las tetas. Otro, que también quería apretar, lo empujó al primero haciéndolo caer pesadamente al piso. Hecho una furia, el mogólico caído, se levantó y le pegó un violento derechazo al usurpador, empujándolo contra la pared. Comenzaron, entonces, a fajarse con tremendos mamporros en las respectivas cabezas, como dos trogloditas. Se pegaban ininterrumpidamente, con furia criminal, pero al parecer sin sentir dolor.

- ¡Che, Ema vení, que estos dos se van a matar!... -le gritó Ana, impresionada.

Ema, tranquila, desde la pieza le dijo:

- Vení, dejálos que no les hace nada. Más tarados seguro que no van a quedar... a lo sumo se nos arregla alguno.

Sorprendida y horrorizada simultáneamente, Ana, entró a la pieza.

- Cerrá la puerta -pidió Ema mientras le quitaba la ranita que llevaba puesta, al monstruo de la canastita.

Ana se acercó de a poco como para acostumbrarse a lo que veía.

- Ayudáme, vení -dijo Ema.

Ana se acercó. El monstruo estaba desnudo y su cuerpito morboso parecía el de un bebé viejo (si cabe el adjetivo), con unas carnes fláccidas y estriadas. Entre las piernas reposaba un miembro pequeño, pero más grande de lo que correspondería a un recién nacido.

- Teneme la canasta... No, mejor tenémelo a Rubencito -le pidió Ema.

Ana que naturalmente hubiera dicho que no, presionada por la situación estiró los brazos y lo agarró por el cuerpito. Asqueada, lo suspendió en el aire, con los brazos estirados al máximo y la mirada puesta en otro lado.

- ¡La cabeza! ¡la cabeza! -gritó el monstruo y Ana se volvió de costado para verlo: tenía la cabeza colgando y parecía que podía quebrársele el cuello.

- Sostenéle la cabeza levantada. No tiene fuerza en el cuellito y se puede ahogar... -dijo Ema que en el piso le cambiaba las sábanas a la canasta.

Ana, sin poder ocultar la repugnancia le tomó la cabeza con una mano y se la alineó con respecto al cuerpo, siempre con los brazos estirados al máximo.

El monstruo la miró con una expresión nefasta y le dijo:

- Gracias, pero... ¿sería mucho pedirle que me ponga como me pone Ema?

Ana la miró a Ema.

- Ponételo contra el pecho, como a un bebé -dijo guiñándole un ojo.

Ana, puteando por dentro, respiró hondo y acercó los brazos hasta si, pero sin apoyarlo contra su pecho. No hizo falta, apenas estuvo lo suficientemente cerca, el engendro aprovechó y le pego un súbito chupón entre la tetas. Ana horrorizada lo revoleó por el aire.

Fue la reacción rápida de Ema lo que impidió que cayera de cabeza enchastrando las baldosas.

Lo abarajó a medio metro del piso reprochándole.

- ¡Rubencito!... ¡mirá lo que conseguiste!... ¡te podrías haber matado, calentón!

El monstruo estaba pálido del susto y Ana, aterrada en un rincón, no podía ni abrir la boca. Ema lo puso sobre la mesa y recién entonces quedó en evidencia la pijita erecta del engendro.

- Ves lo que te digo... -dijo Ema sonriente, volviéndose hacia Ana.

Volvió otra vez la mirada hacia Ruben y le dijo:

- Dale Rubencito, hacétela tranquilo que nosotras salimos un minuto.

Y mirando nuevamente a Ana propuso:

- ¿Tomamos unos mates?

Salieron al quilombo de la galería y abriéndose paso a los empujones, lograron llegar a la cocina. Ema cerró la puerta tras de si, apagando el ruido del quilombo.

- Ema perdonáme, pero no quiero saber más nada. Es demasiado para mi.

Ema puso la pava en el fuego y sonrió.

- No tenés nada peor que conocer. Lo peor es la primera impresión.

- Me dan asco y no lo puedo disimular...

- Eso es ahora... te juego lo que quieras que la semana que viene ya te acostumbraste...

- No me voy a acostumbrar más.

- Pero boluda...¿cómo que no te vas a acostumbrar? ¡si son solamente tres!

- ¿Como tres?

- Claro, masajes solo les hacemos a Ruben, al macrocéfalo y al mogólico cuadrapléjico. Los demás están en guardería.

- ¿Solo esos tres? -repitió Ana.

- Claro. Y dejáme que te diga que lo peor ya pasó. Porque de los tres el más impresionante es Rubencito.

- Que sé yo... -Suspiró Ana lánguidamente, viéndola hechar agua al mate.

- Mirá -dijo Ema chupando el primero- si para la semana que viene todavía te impresionás y querés dejar, dejás. No hay problema...

Cebó otro mate y se lo alargó. Ana agarró el mate pero negó con un gesto. Ema insistió.

- Dale, hace la prueba... una semana, nomás.

Ana chupó el mate pensativa, mirando el piso. Finalmente levantó la vista y dijo:

- Bueno, dale. Hagamos la prueba... una semana.

Ema sonrió feliz.

Fumaron todavía un par de cigarrillos y se tomaron unos mates más. Hasta que Ema se puso de pie.

- Bueno, vamos, que aquel ya debe haber terminado -dijo caminando hacia la puerta.

- No, por hoy basta para mí. Andá sola.

Ema la miro divertida.

- ¡Sos desatenta, che!, ¡no ves que la paja, se la hizo pensando en vos!

Le reprochó saliendo de la cocina a las carcajadas.

Ana sonrió con una mueca, luego se mordió el labio inferior, levantó las cejas y se cebó otro mate.

Ema, por supuesto, no se equivocaba.

Sunday, June 05, 2005

Capitulo XLV



La primera noche nomás, sentadas a la mesa frente a un plato de milanesas y papas fritas, Ema le dijo:

- No seas boluda... ¿qué te van a hacer?

- Que querés que te diga Ema... me impresionan.

Ema sonrió, cortó la milanesa y se llevó un bocado a los labios. Su poderosa dentadura postiza destrozaba la milanesa y ni que hablar de las papas fritas. Hablaba con la boca bien abierta, exhibiendo la repugnante formación de la pasta que luego mandaría al estómago.

- Que novedad, claro que impresionan de primera. Yo te lo había avisado -se mandó un trago de tinto, eructó y continuó- ¡Si son unos monstruos!. Pero cuando empezás a conocerlos es otra cosa.

- Si, me imagino. Pero... -dijo Ana y se interrumpió para extraer con la punta de su cuchillo un pedazo de carne que tenía entre dos muelas. Ema retomó la palabra.

- Mirá, los que pueden ser más jodidos son los que tienen el cerebro normal… el renguito, el enjuto, el de la canastita... el macrocéfalo... esos se dan cuenta de lo que son y algunos son resentidos pobrecitos... ¿entendés?... berp -eructó de nuevo.

Ana asintió, en silencio, terminando su milanesa.

- Pero los retardados y los mongólicos, son como animalitos. No tienen problema, viven al segundo, si los acariciás y los tratas bien son felices; si los retas se les viene el mundo encima. Son como motorcitos que funcionan con cariño. ¡Son una dulzura! -exclamó emocionada, dándole énfasis a la afirmación.

Ana masticando el pedazo que logró extraer de entre sus muelas admitió.

- No sé, puede ser. A lo mejor fue la primera impresión. Tendría que haberlos visto de a poco... no a todos juntos, digo.

Y encogiéndose de hombros comenzó a escarbarse la oreja con el mango del tenedor.

- Si, claro, es eso. Te aseguro que te vas a encariñar con ellos. Mirá, lo peor que tiene es que se mueren rápido. La mayoría de ellos, pobrecitos, -la voz se le veló- tiene los días contados. Muy pocos llegan a los treinta... -hizo un silencio como para recuperarse, pero fue peor. Con los labios temblando, se soltó:

- ¡Un día dejan de venir y vos ya sabés lo que pasó!

Un vendaval de lágrimas contenidas se desató, regándole el plato.

- Me imagino, debe ser un drama. -Opinó Ana, solemne.

Ema se seco las lágrimas con el repasador, aspiró los mocos por la nariz y recomponiéndose dijo:

- Pero no tenés que ser floja con ellos... -hizo otra pausa para esnifar los mocos, que intentaban chorrearse y continuó- al que se pasa de la raya le das. Porque sino te toman el tiempo cagaste... -volvió a esnifar los mocos, se los tragó y ejemplificó:

- Escuchá esto. El otro día lo oigo gritar al Rubén, el bebé de la canastita. Yo estaba masajeándolo al parapléjico del cochecito, que se llama Gabriel. Pero el otro gritaba tanto pobrecito que me asomé a ver que pasaba. Salgo y me lo encuentro al Herberto, el macrocéfalo, que lo estaba meando... -la nariz le goteo de nuevo- ¡Te imaginás! El pobre Rubén no podía ni taparse la cara con esas manitos de bebe que tiene. ¡Me dió una bronca! -exclamó con vehemencia y ya los mocos pendulaban sobre el plato- Que salí y le pegué tal trompada en la cabeza al Herberto que se le desequilibró el cuerpo y se cayó redondo para atrás. ¡Se dio un golpazo! ¡Me partió una baldosa! Yo creí que se había matado. Al final tuve que ayudarlo a levantarse porque le pesaba tanto el balero que solo no podía. Es como un escarabajo, que si lo dás vuelta no se endereza más...-y concluyó sin atender a los mocos que triunfantes barnizaron la milanesa- ...le levanté la cabeza y recién ahí arrancó. “¡Mada, mada!” me gritó, porque habla así, a media lengua, como un chico -terminó sonriendo Ema con el recuerdo.

- ¡Mierda, que pedagógica! -exclamó Ana con una carcajada.

- ¿Y que querés?...-dijo soplándose los mocos en el repasador- si dejás que la lástima te anule, vas muerta. Yo soy como una madre para ellos... los adoro... pero los cago a azotes si se pasan de la raya.

Ana levantó las cejas.

- Ché, y decime... ¿tenés preferidos?

Ema sonrió.

- Claro, siempre tenés alguno. A mi me gusta Alfredito, es retardadito, no es mongólico. Es ese rubiecito, ¿no sé si lo viste?

- No, no lo ubico. -Contestó Ana repasando las imágenes dantescas de la tarde.

- Es un amor... ¡dulceeee!... vos vieras, el día de la madre me trajo una flor.

- ¿Y solamente varones tenés?

Ema hizo un gesto de fingido horror.

- Dejáme, no me hablés. Tuve mongólicas... ¡pero los guachos se la pasaban culiando! ¡Era un sauna para tarados esto! ¡Y tuve cada quilombo!

Ana creyó que se ahogaba de la risa.

- ¿Qué quilombos? -Preguntó entre carcajadas.

- ¿Qué quilombos?... Me cayeron los padres de dos de las mongólicas a quejarse de que las hijas estaban preñadas... Te imaginás, las saqué carpiendo a todas y a la mierda.

- ¡Que hijos de puta! -exclamó Ana muerta de risa.

- Si, son como los conejos. Por eso a mi dejáme con tipos solos -dijo empinando el vaso de vino.

Ana siguió riéndose un rato más y después preguntó.

- Ah, che... ¿Y para qué los mandan acá a los mongólicos, o necesitan masajes?

- No, los mandan en guardería. Vienen a pasar la tarde. Los padres los quieren mucho, pero la mayoría quiere sacárselos de encima.

- Me imagino.

Ema asintió con un gesto y Ana estuvo pensativa unos instantes. Luego decidida anunció:

- Voy a juntar coraje y mañana te voy a dar una mano.

- ¡Bravo leona! -exclamó Ema contenta y agregó-... y ojo que hay buena plata.

Ana hizo un gesto como restándole importancia.

- Ah ,si, boluda. ¿Te creés que vas a laburar gratis?

- Con tener donde comer y dormir por ahora me conformo.

Ema frunció el ceño.

- Deja de hablar boludeces, che. Y prendé el televisor.

Ana se levantó y lo encendió. En la pantalla blanca y negra del aparato apareció un tipo con cara de truhán que hablaba frente al micrófono.

Ema protestó:

- Puta, esto de las elecciones comunales me tiene repodrida, ¡cambiá!

- ¡No pará! Este es el de la lista mil ciento uno. Al que lo acusaron de choro.

El candidato, con lentes de media caña, leía unos papeles tratando, infructuosamente, de poner cara de honesto.

- Conciudadanos. En los últimos días se han publicado exabruptos contra mi persona en algunos medios locales. Algunos pasquines aseguran que en mi gestión como edil e robado a troche y moche. Sin ningún control. Y eso no es totalmente cierto. Yo solo me he llevado y me seguiré llevando el diez por ciento. Además he luchado por blanquear esta situación y eso ahora es ley… Y además y sobre todo…

El tipo se quitó los lentes, miró la cámara con prefabricada indignación y golpeó la mesa histéricamente, haciendo bailar el micrófono.

- ¡A muchos de ustedes les hice favores!... muchos de ustedes me deben favores... ¡recuerdenlón a la hora del sufragio! -el tono era casi de amenaza- ¡recuerdenlon porque si resulto elegido intendente habrá favores para todo el mundo!... ¡se los recomiendo, piensenlón!

Recompuso el rostro y se despidió diciendo:

- Señoras y señores, muy buenas noches y gracias... Dios los ilumine.

Solapado con estás últimas palabras se escuchó un ruido de púa arrasando surcos y luego una pléyade de aplausos vehementes y cíclicos, dado que el disco estaba rayado.

Luego apareció en la pantalla una imagen de la boleta a votar y sonó una melodía pegajosa. Mientras una voz en off animaba a votar al candidato diciendo enfáticamente: “¡Un candidato que reparte! ¡vótelo! ¡dígale si a la moderación!... ¡dígale no a los verdaderos insaciables!... ¡vote a un candidato parecido a usted!”.


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