Escribiendo una novela on-line

Bienvenidos a la cocina de una novela. Dia a dia, encontraran publicado el refinamiento del material original de mi novela "Santana". Que lo disfruten.

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Location: Las Palmas de Gran Canaria, Las Palmas, Spain

Supongo que me parezco a lo que imaginan de mi mis lectores.

Thursday, April 21, 2005

Capitulo XXI

Parada en un colectivo atestado de gente maloliente, Ana viajaba el sábado a la tarde hacia la casa de María. Entre sacudidas y apretones y con el ocio obligado de los viajes en colectivo, cayó en la cuenta de que hacía cinco meses ya desde que María se había casado. Una idea condujo a la otra: hacía cinco meses que había sacado el anillo en la torta de la boda y por ende que debía casarse. “Pero... ¿con quién?”, se preguntó.

Su único candidato, el Dos, no parecía en absoluto dispuesto a obsequiarle el apellido. En el último tiempo solo aportaba a fin de mes para echarle un rapidísimo polvo y sacarle la escasa guita que cobraba en el nosocomio. El desalmado vate insistía ahora con que desaparecía para recluirse a escribir sus prescindibles y obscenas poesías. Pero por supuesto no era cierto. La realidad era que se dedicaba al ocio más descarado, vagueando inconcebiblemente con sujetos de baja catadura o paseando domesticas rápidas y querendonas a quienes penetraba primero e intentaba incorporar después, con variado éxito, a la telaraña de contribuyentes que financiaba su dudosa poesía.

Extraviada en sus pensamientos, Ana, logró zafar, merced a un asiento oportunamente desocupado, de un pelado cuarentón que haciéndose el empujado, le venía apoyando descaradamente el bulto y se hallaba yá al borde de la eyaculación.

Recién sentada, pero llevando ya más de una hora de viaje, Ana desplegó el papelito donde los trazos firmes del radiólogo (gran conocedor del barrio), le habían dibujado un mapita de la zona. El pelado, ahora, le apoyaba el hombro.

Después de observar con atención (mirando alternativamente la calle y el mapa) llego a la angustiante conclusión de que se había pasado nueve cuadras. Puteando interiormente, se levantó de improviso y se bajó en la siguiente parada. El pelado, que se contorsionaba ya sobre la cornisa del orgasmo, puso una expresión angustiada de desasosiego.

Ya en la calle, volvió a desplegar el mapa antes de empezar a caminar y azorada comprobó, con desesperación, que en realidad se había bajado diez cuadras antes.

"Puta madre que me reparió" se dijo con furia y, a sabiendas de que en Rosario se llega antes caminando que esperando el bondi, empezó a patear.

A medida que se acercaba a la numeración de María, notó que la calle entraba en un degradé creciente de pobreza. Tres cuadras después se terminó el pavimento y comenzó una calle salpicada de charcos. Seis cuadras después, sobrecogida, se dijo "debe ser por acá, ¿será posible?".

El barrio era calamitoso; el solo hecho de habitarlo era un certificado de pobreza y dejadez. Sin ser una villa (las casas eran de material) tampoco le andaba lejos. Charcos pestilentes. Baldíos con yuyales agitados por cardúmenes de ratas. Algún perro muerto con medio cuerpo sumergido en una zanja de agua podrida. Y una persistente y espesa nube de moscas sobrevolando veredas y calles. Atraídas por los paquetes de basura (provenientes de barrios bacanes), que despanzurraban las personas primero y los perros después.

Pero el ser humano es increíble y aún en medio de la devastación surge siempre la poesía:

- ¡Te chupo la chacón, yegua puta!

- Paaaa, ¡que teta, madre!

Ana se dió vuelta. A media cuadra venían cuatro negrazos risueños, de ojos bruñidos por el tetrabrick. Las proposiciones empeoraban:

- ¡Tira el vidé que te lavo la zanja con la pala, potra!

Pero los laureles se los llevo el penúltimo:

- ¡Te cago en el pecho y te escribo te quiero con la mierda!

Ana apuró el paso temiendo que el cuarteto se le viniera encima y la arrastrara, baldío adentro.

- !Vení, vamo a culiá, guachita! -la invitaron a los gritos y Ana dobló en la primer esquina para perderlos de vista. Rodeó la manzana siguiente y volvió a salir una cuadra mas adelante.

Caminando, siempre atenta a la numeración, Ana localizó finalmente la manzana de la centena que buscaba. Pero ninguna casa de la cuadra tenía la numeración visible. “Voy a tener que tocar timbre en algúna de estas cuevas” se dijo justo cuando pasaba frente a una casa semiderruída. Ya seguía de largo cuando de casualidad observó escrito con tiza y letra de primer grado el número que buscaba. Era ahí.

- ¡Es acá! -se dijo con patética admiración y se comentó con el mismo tono:

- ¡Están de última!

Apretó el timbre tres veces y ya estaba por irse cuando una chismosa de un pasillo aledaño se asomó. Tenía la cara grasosa y el pelo lleno de ruleros. Con una voz de pito irritante le dijo:

- Golpee la puerta porque les cortaron la luz.

Ana lo hizo e instantes después se asomaba María, radiante de felicidad y enmarcando su rechoncha cara en el sucio visillo de la puerta. Abrió rápidamente.

- ¡Hola! -la saludó con una voz baja que contrastaba con la euforia de su cara.

- ¡Que hacés, Marita! -exclamó Ana, con su voz estentórea.

María se llevó un dedo a los labios en señal de silencio y le susurró al oído con la puerta todavía abierta:

- No hablés fuerte que Manuel esta durmiendo.

Ana la besó, se encogió de hombros y sonrió.

- Vení, vamos para la cocina -propuso María cerrando la puerta.

Ana recorrió, a la escasa luz del visillo, la miseria imperante, el polvillo que lo recubría todo y las lamparitas desnudas y estériles. “Que misiadura”, pensó.

María se adelantó para guiarla en el penumbroso camino hacia la cocina. A medida que se acercaban, el parpadeo mortecino de una vela encendida hacia la escena mas sórdida aún.

La cocina en cuestión era un rectángulo de dos por tres, con una mesada de granito negro gastado y grasoso, donde esperaban turno una pila de platos sucios. La cocina propiamente dicha, otrora blanca, lucía amarronada de grasa. Sobre una hornalla descansaba una abollada pavita de aluminio. En un rincón, encajada en el ángulo, esperaba una mesa desvencijada, cubierta por un hule rojo que no escapó a la grasitud. Y a su alrededor, dos sillas distintas invitaban a sentarse.

Ana aceptó la invitación y la silla elegida pegó un crujido de muerte. Pero María la tranquilizó con el irrebatible argumento de que la aguantaba a ella.

Diligente la anfitriona encendió una llamita de morondanga bajo la pava y cerró la puerta de chapa de la cocina. Luego empezaron ambas a ponerse al día.

Después de algunas trivialidades preparatorias María desenfundó el segundo y reluciente puñal que tenía para enterrarle a Ana (recordemos que el primero había sido el casamiento) y que había motivado la reciente e inesperada llamada nocturna al nosocomio.

- ¿A que no sabés una cosa? -preguntó María con una alegría indisimulable.

- ¿Que? -pregunto Ana con curiosidad y temor.

- ¡Estoy embarazada! -exclamó María estirando los brazos hacia ella.

¡Puta madre que la remil yegua parió!, ¡también va a parir antes que yo!”, pensó Ana con odio mientras la besaba.

- Que divino -dijo descoloridamente y preguntó- ¿y de cuanto tiempo estás?

- Aunque no lo creas de seis meses.

Ana levantó las cejas, se alejó para mirarla mejor y recién entonces notó la panza algo más abultada que lo normal.

- Pero... ¿como? -balbuceó calculando fechas.

- Si -radiante María- estoy de seis meses.

En la mente de Ana apareció entonces el resultado de los cálculos. La información se contrastó con cierta afirmación pasada de María y la incongruencia disparó una risotada seguida de la siguiente frase irónica:

- ¡Menos mal que lo llevaste al altar mezquinándole la concha!

- Eso es lo mejor del caso. Se la mezquiné y así y todo estoy de seis meses -comentó María con un rostro pétreo.

Ante este comentario que Ana consideró lesivo hacia su capacidad mental, decidió sacar a la superficie sus elucubraciones.

- ¡Estás de seis meses, hace cinco que estás casada y de solteros no cogían! -enumeró para exclamar burlona- ¿pero, que decís?, ¡no me tomes de boluda!

- Te lo juro, Ana -dijo María besando los dedos en cruz.

- ¡No habrás cogido con Manuel! ¡será de otro, entonces!

- ¡Estas loca! -exclamó María, casi indignada- vos sabés cuál era mi método... de solteros me daba por el culo.

- ¿Y te embarazó por el culo?

- Dejáme que te explique, ¿querés?...-exclamó María a punto de perder la paciencia- …el médico mismo está asombrado. Dice que mi hijo tiene un crecimiento desaforado. Que crece el doble que un chico normal. En realidad tengo tres meses de embarazo, pero el nene ya tiene seis de desarrollo. Fijate que el médico dijo que espera el parto para dentro de un mes y medio.

Ana escuchó con la boca abierta.

- Me dijo también que va a ser precoz en todo, ¡un verdadero superdotado! -exclamó María, con una alegría contagiosa.

Ana alzó las cejas y superpuso el labio inferior con el superior.

- ¡A la mierda!, ¡¿que me contás?! -exclamó asombrada.

- Con Manuel estamos chochos. Imagináte.

- Regio ché. Te salvás de cuatro meses y medio de panza.

- Claro, ¿que te parece?

María sacó la pava del fuego y agarró un mate de aluminio donde, sin cambiar la yerba, echo un chorro de agua caliente.

- ¡Che pijotera, cambiale la yerba! -exclamó Ana.

- No tengo. Hace una semana que tomamos mate con esta misma yerba. La pongo a secar al sol y la vuelvo a meter -contestó María con naturalidad.

Están más pobres que las arañas”, pensó Ana.

María succionó el primer mate y lo escupió en la pileta. El chorro que emergió de su boca salió límpido, transparente.

- ¿Que mierda escupís? ¿después de una semana de uso tenés miedo que la yerba siga fuerte? -preguntó Ana riendo.

María sonrió con un gesto de impotencia.

- Es la costumbre, ¿podes creer? -admitió mientras volvía a regar el mate y se lo ofrecía a Ana.

Con la bombilla a centímetros de su boca, Ana lo miró; sobre una superficie tranquila de estanque flotaban tres palitos de yerba y allá en el fondo, sumergido, se vislumbraba un lecho musgoso color verde oscuro. Controlando las arcadas, por no despreciar, lo succionó. María la observaba. Para disimular el asco pregunto innecesariamente:

- ¿Como andan las cosas?

La respuesta de María fue sorprendente.

- ¡Bárbaro!

Ana volvió a levantar las cejas con asombro. Controlando a duras penas las carcajadas, exclamó:

- ¡Menos mal!

- Si, nos va bárbaro. Y cuando empiece a trabajar Manuel ni te cuento, ¡nos va a sobrar la plata!

Ana se atragantó con el agua caliente.

- ¿Que? ¿Cómo que no trabaja? -preguntó con malicia.

- No pobre. Apenas nos casamos renunció al trabajo que tenía porque no era para él. Era un trabajo para gente de baja ralea. Se tenía que levantar muy temprano, ¿entendés? Y ahora, está buscando... pero no consigue. Pobre, no tiene suerte. ¡Y está de angustiado lo que lo tengo que mantener yo…!

- Que haga changas en el puerto si está tan angustiado -sugirió Ana casi indignada.

- ¿Changas?, ¡estás loca! El no está para eso. Está para otra cosa. Pobre, no tiene la culpa de la situación económica. Si se la pasa mirando el diario, pero no salen nunca avisos pidiendo gente para lo que él puede hacer.

- ¿Y qué sabe hacer ese?, aparte de vivirte -preguntó.

- Y, él se presenta solamente en puestos de gerentes o directores de empresa.

- ¿Que? -riendo Ana- ¿Gerente de que va a ser Manuel? ¿Alguna vez trabajó de gerente acaso? -se atosigó.

- No, ¿pero que tiene? como él dice, “el talento no se aprende, se tiene o no se tiene” y talento no le falta. El es muy capaz de manejar cualquier empresa.

María vio el rostro burlón de Ana y agregó:

- Vos sos igual que mi vieja... ella piensa lo mismo que vos.

- Ella piensa y punto -simplificó Ana y María frunció el ceño.

Viendo esto, Ana aflojó:

- Pero bueno… ya irá a conseguir -y para cambiar de tema comentó con admiración- ché, ¡qué rica estaba la comida de la fiesta!

María entonces desarmó la cara de culo y las dos, entre enema y enema, siguieron charlando un buen rato de intrascendencias por el estilo.

De pronto, en el interior de la casa se escucharon algunos ruidos; pasos, un chorro de líquido cayendo sobre líquido y un estentóreo pedo.

- ¡Es Manuel! -exclamó María radiante y agregó- siempre que se levanta se tira un pedo.

- Debe ser una deformación profesional... ¡si vive al pedo! -exclamó Ana, sin poder contenerse.

- Ché, no seas así... -protestó María risueña, extendiéndole el mate.

Con la bombilla en la boca, Ana vió aparecer detrás de la puerta de chapa, la cara congestionada de sueño de Manuel.

- Mirá quién está acá -le dijo María intrigante, señalandola a Ana.

La mirada de Manuel se iluminó.

- Ana, ¡que alegría! -exclamó acercándose para besarla.

Para que María no lo viera, el truhán se interpuso entre las dos. De espaldas a su esposa, en vez de un beso en las mejillas, le pegó un lengüetazo en los labios. Ana lo miro fulminándolo.

- ¿Cómo andás, che? -le preguntó Manuel.

- ¡Ah! ¡me olvide de preguntarte! -recordó María, golpeándose la frente- ¿todavía seguís con el tocayo de éste?

Ana miró la vela y le calculó cinco minutos de vida.

- Y si, sigo... pero qué se yo… es más loco ese... -contestó titubeante.

Dirigiéndose a Manuel le preguntó:

- ¿Vos lo viste últimamente?

- Si, lo veo todas las semanas -exclamó con naturalidad. Pero viendo en la cara de Ana que había metido la gamba, corrigió- pero poco tiempo. Está muy ocupado con su obra, ¿por? -preguntó al tiempo que tomaba la enema que le ofrecía María.

- Mirá, hacéme un favor... preguntale, cuando lo veas, como cosa tuya, que que piensa hacer con “lo nuestro”, porque te digo la verdad, -dirigiéndose a María- que no se qué hacer... un día viene, pasa tres semanas sin aparecer... ¡un día de estos me agarra la loca y te juro que lo planto!... -exclamó llevada por la indignación que le causaba su propio discurso y terminó- ¡porque yo no estoy para perder el tiempo!

Eso es cierto”, pensó María. “Huy, capaz que se suicida si lo plantás", pensó Manuel. Ana los miró y le pareció que sonreían.

Manuel, apretando los labios, la tranquilizó.

- Mirá, como te dije no tenemos mucho tiempo para charlar, pero ahora que me acuerdo la última vez que lo vi me dijo todo andaba bárbaro con vos. Pero ahora que me decis eso me preocupás. Se le voy a preguntar seriamente, te lo prometo.

- Hacéme el favor, te lo voy a agradecer -agregó Ana mirándolo con doble intensión y asomando la lengua en un rápido raid por sus labios (aprovechando que María tenía la vista ocupada en no errarle al mate con el chorro).

- Che, ¿qué hora es? -preguntó Manuel.

- Huy cierto, ¿tenés hora, Ana? -adhirió María, súbitamente preocupada.

Ana puso su reloj contra la vela agonizante.

- Ocho y cuarto, van a ser.

- Puta, la hora que es. Tengo que irme volando al turno de Somisa -exclamó María golpeándose la frente.

- ¿Hasta Villa Constitución te tenés que ir a esta hora? -exclamó Ana alarmada.

- Y si... ahí vendo mucho -contestó María con resignación.

Ana, contemplando la agonía final de la vela, preguntó:

- ¿Ché, no tendrían que ir poniendo otra vela?

- No hay más -contestó María- hoy con lo que venda voy a ver si compro otra. Ché Ana, vamos juntas. Yo me voy con vos hasta el centro a tomar el colectivo que va para Villa. De paso seguimos charlando en el bondi -propuso María.

La vela pegó un último parpadeo desfalleciente y se apagó, sumiéndolos en la más impenetrable oscuridad donde solo resaltaban los ojos brillosos y lascivos de Manuel, que comentó jocosamente.

- Bueno, se acabó la velada.

- Si -corroboró María- vamos todos para la calle.

Se pusieron de pie y María al tanteo abrió la puerta. Ana se incorporó y trato de avanzar, pero se llevó por delante las dos manos de Manuel que cayeron sobre sus tetas como garras.

- Vení por acá -la llamó inocente María-... Manuel, ayudála para que no se caiga.

- Si, eso hago. Por acá, Anita... -contestó el cretino.

Ana avanzó con las dos garras apretándole las glándulas, y así, en trencito, con Manuel caminando para atrás, llegaron los tres hasta la puerta de calle.

- Mi amor, dejame plata que esta noche tengo que ir a cenar con un amigo que me prometió trabajo -ordenó Manuel. Y sin esperar respuesta inquirió:

- ¿El traje gris, está planchado?

Ana zafó de las garras recién al salir a la vereda, boquiabierta y sin poder creer lo que escuchaba.

- Si, cielo, el traje esta recién llegado de la tintorería -respondió María hurgando a la luz del alumbrado publico su cartera. Ana no pudo contenerse.

- ¿Pero como?... no tienen ni para yerba y...

María la interrumpió sacando un manojo de billetes de la cartera.

- Relaciones públicas, nena. La única manera de conseguir un buen trabajo. -explicó cansada pero convencida.

- Claro Anita, los buenos trabajos se consiguen por relaciones. No por avisos en los diarios. Y para eso hace falta imagen ¿entendés? -amplió Manuel, sonriendo sardónicamente y asomando apenas a la puerta.

- Y esto no es nada. Estoy juntando peso sobre peso para comprarle el Rolex -suspiró María extendiéndole los billetes a Manuel, quién ávidamente se los arrancó de la mano.

Ana, asombrada, se mordió el labio inferior y levantó las cejas.

- Esperá, a ver si me queda para los cuatro colectivos... -dijo María volviendo bajo el farol.

- No amor, llevá para los dos de ida nada más. Para que querés más si a la vuelta traés plata casi seguro -propuso Manuel.

- Bueno pero no sé si tengo ni para los dos de ida siquiera -le contestó María hurgando distraída en su cartera.

Ana se acercó a Manuel.

- Chau, acordate de hacerme el favor -se despidió poniéndole la mejilla. Pero Manuel, viendo que su mujer seguía ocupada sacando jugo de las piedras, aprovechó para pegarle otro lengüetazo lujurioso.

- Claro, Anita. ¿para que están los amigos sino para hacer favores? -respondió él con malicia, apretándole las tetas.

Ana trató de apartarlo, pero él no largaba. Recién cuando María se dió vuelta cerrando la cartera, Manuel discreto la soltó.

- Si, me alcanza -exclamó contenta. Y volviendo hacia la puerta fué hasta el sátrapa e intentó besarle los labios.

- No amor, ya sabés que no me gusta que me besés los labios -dijo él apartándose y ofreciéndole la mejilla.

- Pucha que sos delicado -exclamó María sin ofenderse y se despidió diciendo- ¡Chau amor y suerte esta noche!

- Chau cielo y trae platita -dijo él, antes de meterse eufórico a bañarse por tanteo.

María y Ana se fueron juntas hasta la parada. Cotorreando.

Tuesday, April 19, 2005

Elegia para Maquinita


Lo que sigue no es parte de la novela. Pero hoy me ha dado por recordar a un amigo.



El decia que nos conocimos en la puerta de mi casa. Alla en el Barrio Sarmiento, en la lejana e inviable Argentina. Tal parece que yo estaba fumando un pitillo sentado en la puerta de casa y el pasaba dando vueltas a la manzana con su triciclo rojo. Y bien que pudo haber sido, porque viviamos en la misma manzana y yo le llevaba mis buenos 17 años.

Lo cierto es que recién volvimos a reencontramos 15 años despues. En un garito de Rosario llamado La Puerta. El era el pianista de alguien y yo compartia el show con ese mismo alguien. Cuando entré al camarin, estaban tomando merca. Yo le dije “¿vos no sos el hijo de Alfredo?” y el pareció atragantarse. De aquella noche recuerdo el mal sonido y lo bien que sintonizamos. Después hay un gap en mi memoria y después ya aparecemos tocando juntos.

Se llamaba Sebastián, pero todos le decían máquina. Y le decian maquina porque era electrico. Por lo demás, era inteligente y vago y tenia un ego que le sacaba dos cabezas. Resabios, tal vez, del niño prodigio que habia sido.

Si me preguntaran hoy que gesto mas recuerdo de él, diría que la risa. Máquina tenía una risa de esas que contagian.

Además era sensible y apasionado. Y como tal cultivó una estetica mixturada de tres partes de Chopin, mas una de Piazzolla y otra de Charly Garcia. Pero aunque era un romantico, tenia carácter y no se cortaba un pelo cuando creia tener razon. Lo que ocurria, vamos, casi todo el tiempo.

El caso es que ensayamos juntos un par de años. Y hasta llegamos a grabar un demo. Pero jamas debutamos y por puro aburrimiento, nuestra banda se disolvio naturalmente. Pero seguimos siendo amigos. A veces, en verano, venia a mi casa de Funes y pasabamos la tarde en la piscina, tomando mate, fumando de mas y riendonos con ganas.


Lo cierto es que no se puede recordar a Maquina sin decir que era, ante todo, un melodista formidable. Opino de verdad que algunas de sus composiciones no hubieran desentonado en el repertorio del mismisimo Astor Piazzola. Aseguraba gustar de algunas de las melodias de mis canciones y yo eso, en mi fuero interno, lo consideraba una medalla. En particular le gustaba una llamada Vieja Bruja, cuya letra habla de la muerte. Es un melodia pequeña pero bonita. Y maquina solia tocarla al piano como si fuera propia. Y digo como si fuera propia, porque la expandia y le daba matices que yo jamas hubiera soñado y que a el le surgían sin esfuerzo. Como de algún organo, del que la mayoria de nosotros nacemos castrados.

Considerando la diferencia de edad, yo siempre la decia que esperaba verlo, desde arriba, llegar a mi entierro. Empujando por la rueditas un enorme piano de cola de color blanco. Para sentarse a tocar Vieja Bruja mientras mi cajón ponía rumbo al centro de la tierra. Y el me aseguró que podia contar con eso.


Despues se vino a España. Y nuestra relacion siguio por correo ordinario. En interminables cartas que el escribia con su caligrafía de patas de mosca. Porque aunque internet ya llevaba añares, Maquina no creia en el e-mail, ni en el teclado de ordenador. Al fin un par de años despues de su partida, y en parte azuzado por él, me vine a España yo tambien. Y aquí fue donde nuestra amistad se resintió. Después de un mes de convivencia forzada, una mañana, antes de que amaneciera, sali de puntillas para no despertarlo y me vine a Canarias. Y ya no volvi a verlo.

La ultima vez que hablé con el me llamo al movil y me contó, como quien cuenta que perdió las llaves, que le habían detectado un cancer. Trate de disimularlo pero fue como un mazazo. Primero, porque el tenia poco mas de 25 años y segundo porque yo siempre habia pensado que esas cosas no le pasaban a gente como él. Aquella conversacion no llego a terminar porque mi movil se salio de cobertura. Asi que no llegamos a decirnos nada, que arreglara o terminara de romper nuestra amistad.

Mas de una vez pense en llamarlo, pero el caso es que no lo hice. Y ahora me dicen que murio el sábado y que ya no hay tiempo. Tal vez por eso escribo esto que Maquina dudosamente llegara a saber. Pero por las dudas lo hago y digo:

Lo siento de verdad, Máquina. Siento todo. Siento que el destino no te mandara una suerte mejor, siento que los gilipollas de las discograficas no hayan escuchado tu CD una tarde de lluvia (después de que su chica los hubiera dejado). Y siento no haberte llamado.

Y eso es todo. Solo eso quería decirte. Asi que ahora, aunque no era exactamente lo que acordamos (porque tendria que haber sido al reves), me despido cantandote a capella las primeras cuatro estrofas de aquella Vieja Bruja que tanto te gustaba:


“Mira que eras mala, vieja bruja,

cuando llegaste a mi jardin,

yo que pensaba que todo es eterno,

supe de pronto, como era el fin.”


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Capitulo XX

Cuando salió de la guardia, a la mañana siguiente, Ana fue derecho hacia su casa. Le resultó extraño al llegar, el silencio espeso que la recibió al abrir la puerta. Como de costumbre pegó un grito para llamar a su madre y escuchó, como única respuesta, movimientos apurados en el baño. Instantes después, la puerta se abrió y Ana vió asomarse la cabeza entrecana de su deforme primo Esteban.

Con la voz entrecortada y nervioso como si hubiera sido sorprendido haciéndose la paja, sonrió torpemente y explicó:

- No hay nadie, Ana. Tu mama acompañó a la mía a hacer los trámites de la pensión.

- Con razón -dijo Ana caminando hacia la cocina y sin saludarlo siquiera. El primo Esteban permaneció todavía unos instantes asomado a la puerta y luego volvió a introducirse, cerrando la puerta tras de sí, para emerger casi enseguida, sin tirar la cadena.

Ana, (cruzada de brazos y apoyada contra el mueble de la cocina) esperaba que se caliente el agua para el mate, cuando vió venir la caminata grotesca de su primo. El pobre cojeaba horriblemente, con los brazos extendidos hacia atrás para equilibrar el cuerpo tirado hacia adelante. “Parece un pájaro con las alas quebradas”, pensó Ana con desprecio, al tiempo que descruzaba los brazos para poner el fuego al máximo, tanto como por hacer algo.

Apoyándose con una mano sobre la heladera, Esteban, sacó con la mano libre una de las sillas que estaban junto a la mesa. Finalmente y cuidando de no errarle, decoló sobre el asiento.

- Hola -la saludó sonriendo con sus dientes carcomidos por el sarro.

Sin molestarse en contestarle, Ana abrió el aparador para agarrar el mate y la yerba.

- Esta hija de puta de mi vieja siempre guarda el mate sucio, ¡ni eso lava! -comentó sin mirarlo y escuchó la risa obsecuente de Esteban.

"De todo se ríe este boludo", pensó con irritación.

Lavó el mate en la pileta dejando una montaña de yerba usada que no se molestó en limpiar. La yerba agregaba un tono verde a la ya colorida y grasosa pileta de material. Cuando el agua ronroneó en la pava, Ana, con un gesto rápido apagó el fuego. Luego llenó de yerba el mate de porongo hasta la mitad. Y tomándolo con una sola mano, apretó la palma contra el orificio y lo sacudió varias veces, boca abajo. Luego le vertió un chorrito del agua caliente hasta mojar toda la yerba y finalmente clavó con mano firme la bombilla, como una puñalada. Agregó más agua hasta formar una espuma verdosa y compacta y chupó con fuerza para escupir ese primer mate en la pileta. Enseguida cebó otro y este sí se lo tomó, chupándolo lentamente, apoyada contra la mesada de grasoso mármol blanco.

Cuando levantó la vista del mate se cruzó con la mirada de su primo Esteban que ascendía, escapando vergonzosa, desde sus abultadas tetas hacia el descascarado cielo raso.

!Pajero!”, pensó con indignación y estuvo a punto de decírselo, pero una idea mas cruel todavía le iluminó su pervertido cerebro.

En silencio chupó con vehemencia la grasosa bombilla de alpaca, hasta sentir (con el "shhhh") que chupaba aire verde. Y entonces, con la excusa de cebarse otro mate, se puso de espaldas a su primo, y se desabrochó los dos primeros botones de la blusa, cuidando que este no la viera. Sus tetas inquietas se asomaron redondas y tensas, ocultando a duras penas los lunares gigantes de los pezones.

Luego se volvió malignamente a tomar el segundo mate frente a su primo. Pero en actitud falsamente reconcentrada, sin levantar siquiera la vista del orificio redondo del porongo.

Lo succionó lentamente, sintiendo la tensión que flotaba en el aire y el creciente bufido de su pajero primo. Si en esos momentos hubiera levantado la vista, lo hubiera visto en todo el esplendor de su miseria sexual; el cuello increíblemente estirado, los ojos salidos de las órbitas, la boca entreabierta y algunas gotas de saliva iniciando una cascada brillosa que acababa goteando en la barbilla.

Pero Ana, a sabiendas de que eso ocurría, prefirió incentivarlo más aún y, como al descuido, estiró hacia abajo su blusa, dejando al aire un pezón y medio y la canaleta sagrada de su entreteta. Justamente ese pezón visible se convirtió para Esteban en un punto de fuga en el espacio, un agujero negro adonde se sumergió sin tiempo, cayendo en los espirales de la calentura más irrefrenable. Indiferente a todo a su alrededor; en la más absoluta babia sexual.

En su cerebro obnubilado por la tentación ancestral de la carne, solo una palabra flotó difusamente y brotó irrefrenable de los labios a denunciar su angustia infinita:

- ¡TETA! -balbuceó ausente.

Ana entonces levantó súbitamente la mirada, pensando que lograría sobresaltarlo. Pero Esteban, más allá del bien y el mal, flotaba en otro mundo y no se hubiera conmovido ni con un misilazo (y muchísimo menos con una mirada humilladora e intensa).

- ¡Esteban! -gritó entonces Ana.

Esteban movió levemente la cabeza, como un sonámbulo.

- ¡Esteban! -insistió ella, fuera de si, tapándose los pechos con las manos.

Recién entonces, oculto el punto de fuga que se lo chupaba, Esteban comenzó a volver en si. Como vuelven en si los desmayados, levantó una mirada vidriosa y mirando confusamente alrededor, como para ubicarse en el lugar y en el tiempo, pronunció un desfalleciente:

- ¿Que?

- ¡¿No te da vergüenza, animal?! ¡Soy tu prima, degenerado! -gritó ella a voz de cuello, movida más por la crueldad que por la indignación.

La respuesta de Esteban fue tan sincera que si ella hubiera tenido algo de piedad la hubiera desarmado.

- Perdoname Ana... yo nunca veo mujeres como vos. Solo en la televisión.

En lugar de desarmarse, Ana, pareció violentarse más aún. Con gritos destemplados le reprochó:

¡¿Cómo carajo va a ver mujeres de verdad si vivís colgado de tu vieja!?, ¡cagándole la vida! ¡Decime… ¿no te da vergüenza?!

Y desencajada furció la siguiente frase final:

- ¡Tenés cuarenta años y lo único que hacés es mirar la paja y hacerte la televisión!

Esteban no le contestó. Clavó la vista en el piso, como un chico en falta y se desesperó por ocultar la fenomenal carpa que su órgano genocida le había armado en la bragueta.

Ana, rebosante de veneno, se quedó atragantada de cosas para humillarlo, pero (pasados esos minutos cruciales de toda discusión) prefirió cebarse otro mate, mientras se abrochaba con gesto indignado el culposo botón de la blusa.

Estuvieron un buen rato en silencio. Con el paso de los minutos, Ana, descargada por el relaje, comenzó a sentirse tranquila, casi descansada. Ya iba a bañarse, cuando sonó la voz sumisa de su primo.

- Ana, perdoname... ¿no me convidarías un mate? -mendigó tímidamente (tal vez imaginando que la ceremonia del mate recompondría las cosas).

Ana, levantó una mirada cargada de desprecio y le escupió:

- ¿Yo? -y como si no lo pudiera creer repitió- ¿Yo tomar, mate con vos? -y tirando el mate sobre la mesada se fue para el baño con gesto enfurecido.


La puerta del baño era de madera de una sola pieza. Carecía del clásico panel de vidrio granulado y estaba pintada en un tono claro de color gris mate.

Ana abrió la canilla del agua caliente para que se empiece a calentar la cañería y comenzó a desvestirse frente al gastado espejo de la repisa.

Se estaba quitando la blusa cuando, inaudible casi por la lluvia, alcanzó a escuchar en el pasillo el sonido inconfundible de la pierna rastrera de su primo. Cuando escuchó que el rastrido se apagaba detrás de la puerta del baño, no pudo menos que sonreírse en el espejo .

Con malicia y oficio, comenzó entonces un insinuante strip-tease, realizado en exclusiva para el ojo dilatado que, descontaba, se apretaba contra el agujero de la cerradura.

Lentamente, de cara a la puerta se desabrochó el tenso corpiño y lo soltó tan repentinamente, que fue a estamparse contra la puerta. Asustando al desprevenido Esteban, que desde la cerradura creyó que le pegaba en el ojo. El rengo, pestañeó de la impresión y cuando abrió los ojos, un instante después, se encontró con las maravillosas tetas de su prima, que perfectas en su desnudez, oscilaron erguidas frente a su febril ojo izquierdo (era zurdo para mirar).

Con morbosa satisfacción, Ana escuchó tras la puerta los resoplidos de toro de su primo.

Sus manos fueron luego a la pollera. No sin trabajo la desprendió y la bajó hasta la rodilla. Con un leve movimiento de piernas finalmente la dejó caer al piso. Quedando así vestida solo con una bombacha negra y medias con ligas al tono. Del otro lado de la puerta el bufido era de huracán.

Sentada en el borde de la bañera, se quitó luego medias y ligas con sensual morosidad, arrojándolas como al descuido contra la cerradura. Y ya en bombacha se puso de pié, metió los pulgares entre el elástico y las caderas y enfocando ahora con su generoso culo la cerradura, bajó lentamente la trusa agachándose y ofreciendo las nalgas a la puerta.

Detrás de esta, el bufido cesó súbitamente y Ana supo que era porque su primo, urgido de aire, había comenzado a respirar con la boca abierta, como un pescado.

Notando el vapor que inundaba el baño, Ana se volvió a la ducha y abrió el agua fría. Probó la temperatura con la mano abierta y conforme se metió en la bañera. Tomó un jabón repleto de pendejos adheridos y lascivamente comenzó a franelearse los pechos. Cubriéndolos con espuma y siguiéndoles la forma con la palma de las manos.

Ahora, del otro lado, no venía un bufido sino una respiración enronquecida, de trueno. Ana pasó luego a recorrer su cuerpo con el jabón, deteniéndose en las nalgas, que abrió para enjabonar de espaldas a la cerradura. Cuando su dedo empezó a juguetear en el ano, comenzó a sentir un golpeteo en la puerta. Se volvió, entonces, enfrentando la cámara, y comenzó a enjabonar con deleite la selva montaraz de su pubis. Flexionó una pierna apoyándola en el borde de la bañera, para abrirse bien y empezó a frotarse el clítoris con la mano izquierda, mientras con la derecha se acariciaba lascivamente los pechos. Como no era de madera, no necesitó simular la cara de placer; realmente lo sentía.

Del otro lado de la puerta su primo agonizaba, recorriendo su pene con la mano cerrada, en un movimiento clásico de vaivén. Sincronizadamente, cuando ella apuraba el ritmo de su dedo índice, Esteban apuraba el movimiento de su mano. Cuando comenzó a sentir la zozobra del orgasmo, Ana bajó la mano, desde sus pechos hacia la manija de la jabonera, por miedo a resbalarse con el clímax.

Del otro lado de la puerta, de rodillas y golpeándose la frente contra el picaporte, su primo se ahogaba en su propia saliva, mientras millones de seres truncos caían al vacío reventándose como su progenitor, contra la puerta.

Separados entonces por la madera gris de la abertura los dos primos acabaron juntos entre convulsiones desenfrenadas. Mientras la lluvia ahogaba sus jadeos.

Y extenuados por el clímax, quedaron exánimes unos instantes.

Fue Ana la primera en moverse. Apenas cerró el agua, escuchó el arrastrar de la pierna alejándose. Se sonrió acalorada en el espejo y se secó con premura, envolviéndose en la toalla. Cuando salió del baño encontró la prueba del delito: del otro lado de la puerta, un chorro más brillante que la pintura desembocaba en una mancha viscosa y blanquecina. Por todo el alrededor, gruesos gotones de la misma substancia, demostraban la asombrosa capacidad de donante que poseía su primo. Saltando como en una rayuela, Ana logró evitarlos y poner rumbo a su pieza.

Minutos después, la puerta de calle se abría precedida por las voces entrecruzadas de su madre y su tía, que puteaban a la burocracia que les había malogrado la mañana.

- Voy al baño -dijo la voz de su tía.

Ana parapetada tras la puerta de su pieza miró al pasillo. Su tía llegó hasta la puerta y se encontró con el formidable lechazo.

En silencio esbozó una sonrisa complaciente y metiéndose en el baño volvió a salir con una tira de papel higiénico. Lo hizo un bollo y comenzó a refregar la puerta y el piso, sin atender a los lastimosos gritos de dolor de los millones de espermatozoides rengos que fallecían aplastados.


Sunday, April 17, 2005

Capitulo XIX

Tanto como la primera vez (antes del casamiento) encontrar a María no le resultó nada fácil. Ocurría que a los clásicos y compartidos problemas de horario, se adicionaba ahora el hecho de que María ya no vivía con sus padres. Se habían mudado. Y con Manuel, andaban tan recagados de hambre que, no solo no poseían teléfono, sino que la casa en cuestión quedaba comprensiblemente lejos: en un miserable y peligroso barrio suburbial.

Ana le había dejado ya varios mensajes a los padres, pero los sabía tan pelotudos que dudaba que se los pasaran. Además, el hecho de que María, en su permanente raid de ventas, casi no tuviera tiempo para visitarlos, la llevaba a pensar que si no asumía una actitud más activa, no la volvería a ver jamás.

Casualmente, repartiendo pensamientos entre María y su amado vividor, se encontraba una noche en el decadente y letal nosocomio. Tenía una tediosa velada de guardia por delante.

Pensativa, miraba reconcentrada un punto cualquiera de una pared cualquiera del semiderruido hospital. En el aire enrarecido de la institución flotaba un silencio espeso, casi sepulcral. Tal vez por eso, la campanilla del teléfono, amplificada en el contraste, le produjo un movimiento espasmódico de susto. Atendió con un respingo. El corazón amacándole enloquecido la teta izquierda y la mirada aterrada por el sobresalto.

SORPRESA: A la tres y cuarto de aquella madrugada desvelada, el teléfono traía una insólita sorpresa; era María.

Ana, loca de alegría, intentó charlarse todo, pero María la cortó diciendo que tendrían que dejarlo para otro momento (dado que le hablaba desde un turno de Petroquímica en San Lorenzo y en minutos nomás, salía el bondi que la llevaría a otro turno pero de Obras Sanitarias y en San Nicolás).

- ¿Porque no te venís a casa el sábado? -sugirió María.

- Dale, dame la dirección -aceptó Ana con entusiasmo.

- Anotá -le dijo María con un dejo de urgencia en la voz.

Cortaron y Ana se puso tan contenta con la sorpresa que, relajada por la charla, decidió dejar de mirar la pared e irse a dormir.

La cama libre más cercana era la contigua a la de un anciano del PAMI. El veterano tenía, no ya los minutos sino los nanosegundos contados.

Ana se acostó, pero sus habituales desvelos (fomentados por la trabajosa respiración del viejo) le impidieron conciliar el sueño. Con los ojos abiertos en la oscuridad, pasaba los minutos recreando la imagen del Dos, que flotaba como un fantasma en la penumbra.

Absorta en la contemplación astral de su amado, se sobresaltó cuando de repente sintió que el viejo se convulsionaba. Apartó por un momento al Dos de sus pensamientos y trató, fallidamente, de mirar en la penumbra. "Este debe estar crepando" se dijo. Tanteó en los bolsillos de su guardapolvo y encontró los cigarrillos y la caja de fósforos. Raspó uno para alumbrar la habitación y de paso se encendió un faso. La luz mortecina del fósforo le dejó ver el preciso instante en que el anciano sufría una violenta convulsión que lo dejaba sentado en la cama. Abriendo muy grandes sus ojos acuosos, el viejo emitió una especie de berrido, gesticuló tembloroso y después de arquearse en un último y brutal espasmo se derrumbó de nuca sobre el lecho.

Ana saltó del catre y encendió la luz. Sentándose al borde de la cama del ex-viejo, le tomó la muñeca y buscó en vano el latido de la sangre entre ese manojo de huesos y tendones del tiempo del pedo. Nerviosa pitó el faso y largó una bocanada azul que envolvió la cabeza blanca y raída del decrépito. Con el faso en la boca, apoyo distraídamente la cabeza sobre el canoso pecho y escuchó entonces un ligero crepitar y un insoportable olor a cabello quemado. Rápidamente tiró el faso al piso y con energía le cacheteó la magra tetilla para desprenderle las brasitas de tabaco. Volvió luego a auscultar el milenario tórax y el silencio de la noche fue más profundo aún. Procedió entonces a masajearlo sobre el corazón. Pero como un títere trágico, el anciano solo se movía al ritmo de sus manos. Estaba inerte.

-¡Recontracrepó! -exclamó Ana, desistiendo. Y con una espontánea conmiseración agregó:

- Pobre viejo.

Acto seguido buscó una planilla sobre la mesa de luz y anotó con letra firme:

HORA DEL DECESO: 3:46 DIA: 18/4/84.

Volvió a dejar el papel sobre la mesita y apagó la luz antes de volver a acostarse con la sana intención de dormir algunas horas. Esta vez ya libre de ruidos molestos.

Pero el sueño seguía esquivo. La imagen de su reventado amado volvía a proyectarse, pero esta vez sobre una penumbra cargada de muerte. Con el corazón recogido, Ana pensó que tal vez demasiado pronto, el dueño de sus desvelos tendría una planilla parecida a la de ese pobre ex-cliente de los peligrosos servicios del gerontocomio.

Una lágrima grande y esférica rodó por su mullido pómulo y su fosforescencia iluminó la habitación como una luciérnaga. Ana deseó con vehemencia poder ser ella, quién con letra temblorosa y borroneando de lágrimas la tinta, anotara esos datos que para otros podrían ser meras estadísticas, pero que para ella resultarían un mojón en su vida. Un antes y un después. Una marca definitivamente indeleble. De dolor si, pero por la pérdida, no por los desprecios. Porque su memoria, ávida de recuerdos felices, apenas firmada la planilla, empezaría a sepultar en el olvido el sinfín de desplantes que el malvado vate le había obsequiado con generosidad. Y se dedicaría de lleno a saturar su memoria de imágenes inventadas. De mentirosas escenas de amor. De atenciones recibidas que justificarían, por la vía del amor, su autocuestionable existencia. Recuerdos truchos que le permitirían afirmar entre lágrimas (como en un mal tango): “yo tuve un gran amor, pero Dios al cielo me lo llevó”. Indultado por la muerte, el Dos pasaría entonces a ser ese novio que ella creyó desear. Tan solo como para tener una hermosa historia de amor. Una historia para creerse y para contar. Entusiasmada Ana fue un poco más lejos aún y ya se veía protagonizando el papel estelar en el velorio del poeta. Llorando altiva sobre el cajón de su amado y regocijada en su dolor. Sintiéndose el centro de todas las miradas, la heroína de una emocionante Love Story, la casi-viuda que, con dignidad y entereza, se hacía cargo de ese hijo de puta al que la muerte habría transformado en un modelo para armar.

Y mientras se hacía su rollo de pulposa y exagerada Julietta, se le fue enhebrando, por un resquicio de su mente escasa de conciencia, el cargo por no haber actuado con más energía para salvar a su compañero de pieza: “si lo hubiera llevado antes a terapia intensiva tal vez se hubiera salvado”, se reprochaba, para volver luego a “su velorio”. Y éste era tan real en su imaginación, que ahora la cara del Dos flotaba, en la penumbra, enmarcada en el medio hexágono del ataúd. “Pobre viejo, con un poco de respiración artificial capaz que zafaba” se objetaba, para enseguida justificarse “Ma' sí, a lo sumo hubiera durado un día más”. Y ya volvía a verse derrumbada teatralmente sobre el jonca, inundándolo con sus lágrimas fosforescentes y robándole el velorio a parientes y amigos que en vano pugnarían por un pedazo de cajón. Porque en esa película no había lugar más que para una sola estrella. Y de nuevo volvía la conciencia; “pobre viejo, se murió por culpa del Dos. Por mi amor desaforado”, se reprochó . Y cuando pensó esto sintió que la muerte del viejo encontraba allí una justificación: Había muerto por amor.

Emocionada con la idea, Ana entrecerró los ojos y tanteó el suelo para recuperar la larga colilla ocasionada por el decrépito Romeo de amores ajenos. Pero la posición, de cara al techo, no le permitió encontrarla. Volteándose de lado, finalmente la encontró por sistema Braille. La llevó a la boca y, ya con las manos libres, encendió el último fósforo que le quedaba. Fue un congelamiento de huesos lo que sintió cuando, detrás de la llama amarillenta, se encontró con la mirada acuosa del viejo, que incorporado en la cama la miraba con una expresión desorbitada.

Se quedo estática, paralizada de terror. Con el fósforo consumiéndose entre sus dedos y la mirada del viejo traspasándola. Durante instantes eternos ni ella ni el viejo se movieron. Solo la llama parecía tener vida en la habitación. Recién cuando el fuego le mordió los dedos, Ana gritó un estridente “ahhhhhhh” (mezcla de dolor y espanto) y estremeció al anciano con el alarido.

Corajuda, saltó de la cama y prendió la luz: allí estaba el ex-ex-viejo. Como una bolsa de huesos, sentado en la cama, mirándola. Ana no pudo menos que murmurar, entre el asombro y el espanto:

- Pero... usted.

Recién entonces el anciano dió señales de vida. Levantó su artrósica mano derecha y rascándose la cabeza dijo:

- Tuve un sueño terrible -su voz sonaba extrañamente firme, casi juvenil. Y hablaba mirándola fijamente a los ojos.

Sin esperar que Ana preguntara continuó:

- Sentí que estaba sumergido en un líquido denso, tibio y rojizo. Todo temblaba a mi alrededor... era como estar dentro de una bolsa sumergida... algo me apretaba, pero era una presión blanda y yo me sentía cómodo, protegido. Feliz le diría. No sentía mi cuerpo, ni mis dolores, ni la pesadez de mis huesos, ni nada... Tanto es así que en el medio del sueño yo pensé; “estoy muerto”.

Hizo una pausa y suspiró hondamente.

- Pero entonces los temblores empezaron a ser cada vez más y más fuertes, y la presión aquí -dijo señalando la cabeza- se tornaba insoportable. Hasta que de pronto, como en una explosión, sentí que caía en el vacío y una luz intensa lo inundaba todo lastimándome. Y si antes había estado cómodo y tranquilo ahora sentía una mezcla de frío y angustia. Había mucha confusión; sombras que corrían, gritos. Yo sentía mucho miedo y quería salir de ahí. Quería volver a la tibieza de antes... -se interrumpió- ¿Usted alguna vez tuvo un desmayo?

- No -se apuró a contestar.

- Vea, es como un sueño muy intenso y muy dulce. Usted quiere dormir y casi no puede resistirse, pero sabe que si aguanta lo suficiente tal vez pueda evitarlo.

Ana lo miró intrigada por la interrupción. El viejo entendió la inquietud y continuó:

- Bueno, yo sentí en aquel momento que podía aguantar. Pero elegí dejarme ir.

- ¿Y entonces?

- Entonces fue un pandemónium. Me sacudían, me colgaban cabeza abajo, me golpeaban en las nalgas. En medio de los gritos y las corridas, escuché muy nítidamente una voz que decía "no reacciona, no reacciona" y entonces sentí como que salía de mi mismo... -volvió a interrumpirse- ¿y sabe una cosa?

Ana fascinada, negó con un gesto.

- Hubo otra voz...

- ¿Que voz? -preguntó ella ansiosamente.

- Como a lo lejos escuché otra voz que me resultaba sumamente familiar. Preguntaba con una tremenda desesperación:

¡¿qué pasa, doctor?! ¡¿qué pasa con mi bebé?!”

El viejo entonces se interrumpió. Tenia los ojos brillosos.

- ¿Y después? -preguntó Ana con ansiedad.

- Nada. Los sonidos comenzaron a atenuarse, las luces se fueron apagando poco a poco y yo empecé a sentir mis huesos de nuevo. Y finalmente desperté.

Ana se quedo estática, mirándolo con ojos maravillados.

- ¿Qué hago ahora? -preguntó el viejo.

- Nada. Acuéstese de nuevo. Trate de relajarse y duerma -le contestó mecánicamente acomodándole la almohada.

Luego con una cruz, tachó en la planilla lo que había escrito.

Necesito una café” se dijo y salió después de apagar la luz.

Impresionada y temblorosa aún, en la cocina se preparó un urgente café instantáneo y se fumó dos cigarrillos al hilo. Encendiendo uno con la colilla del otro. Terminó el café y miró la hora; cinco menos veinte.

Volvió caminando por los pasillos desiertos, escuchando el solitario retumbe de sus tacos sobre los mosaicos lustrados al querosene. El taconeo se mezcló súbitamente con un presentimiento funesto y empezó a apurar el paso. Azuzada por su propio ruido terminó corriendo los últimos metros. Entró a la carrera en la pieza y sin más encendió la luz: El anciano estaba encogido como un feto. La cabeza colgando desarticulada al borde de la cama. Definitivamente muerto.

Ana fue hasta él, extendió el manojo de huesos en línea recta y le colocó la almohada bajo la cabeza. Luego se sentó en el borde de la cama e inútilmente volvió a auscultarlo. Frunció los labios, negó con la cabeza y dijo:

- Bueno bebé, ahora si mamá estará contenta.

Volvió a anotar con un asterisco en el reverso de la planilla los nuevos datos. Se puso de pié, se rascó una teta mirando el fiambre y bostezó ruidosamente. Luego, cansada, se tiró en la cama y se quedo instantáneamente dormida.

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